TONI.

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      Aún cierro los párpados y me aborda una vida pasada alumbrada por focos artificiales, cuando yo sólo quería la luz y el calor del sol. No soy como vosotros, y a la vez puedo sentir alegría, miedo, tristeza y soledad, como vosotros. No es tanto lo que nos difiere, es estrecha la línea que nos separa; peligrosas las fronteras de la humanidad.

    He sentido la libertad en las maravillosas selvas de Guinea, siendo sólo una cría. He sufrido el acoso de cuerdas y brazos sin pelo; de barrotes de acero. Aún puedo oír sus gritos de socorro y puedo percibir el sabor metálico de su sangre. Aquellos monstruos me arrancaron de los brazos de mi madre, para luego hacerme a su imagen y semejanza; obligándome a actuar como ellos, para ellos.

    He sido más famoso de lo que muchos seréis en vuestra larga vida. Mi imagen enriqueció al padre adoptivo que me fue asignado hasta que cumplió mi fecha de caducidad mediática y me vi hacinado en una jaula. Mis raíces ahondaban en lo más profundo de la selva, mientras mis huesos se deformaban en la oscuridad del remolque de un camión. Aún me pregunto de qué crimen fuimos culpables, mis camaradas y yo, para vernos marchitar en aquel calabozo móvil.

    Fui hijo, hermano y padre. Fui libre; fui preso. Tuve miedo. Sentí la soledad. Abracé la desesperanza durante años, hasta que otros brazos lampiños se tendieron hacia nosotros para concedernos una vida digna en semi libertad.


    He sobrevivido y puedo contarlo; debo contarlo.


    Soy Toni. Soy un chimpancé. Ésta es mi historia.





LOBO

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    Todo comenzó una noche fría, tan fría que la luna y las estrellas prefirieron permanecer al abrigo del manto de nubes grises que encapotaba el cielo. Bajo el cielo gris, un bosque negro; en un claro del bosque negro, una casa escarlata. Dentro de la casa escarlata, una mecedora de haya, rodeada de jaulas de acero apiladas unas encima de otras.
     - Cinco lobitos tiene la loba... - la ajada voz de una anciana compite con el quejido de las bisagras de aquella que carga con su peso-. Blancos y negros detrás de la escoba.
     Frenó su cantinela y la de su mecedora en seco y, con una larga vara, arremetió contra una de las jaulas arrancando un chasquido metálico y un coro de lloriqueos y gruñidos.
     - Cinco parió, cinco crió...
     Una segunda silueta - infantil y ágil- saltó entre las sombras seguida por una estela de seda roja. El resplandor del filo de un cuchillo rasgó la oscuridad y como el trueno que sigue al relámpago, un alarido monstruoso lo acompañó.
     El olor a sangre lo impregnó todo.
     - Y a todos ellos tetita les dió - concluyó la niña, despellejando a la madre de las cinco criaturas.

*** 

    - ¡Atención, damas y caballeros! ¡El mejor espectáculo de bestias ha llegado a la villa! - gritaba un tipo de aspecto porcino embutido en un ridículo traje multicolor-. ¡Vean a la mujer barbuda! ¡Al enjendro bicéfalo! ¡Al gigante del Risco del Olvido! - hizo una pausa para tomar aire-. ¡Paquidermos, fieras y huargos! ¡Panaceas universales y habichuelas mágicas! ¡Comprueben con sus propios ojos las maravillas...!
    - ¿Señor, cuánto cuesta la entrada? - atajó un niño escuálido, invisible hasta entonces para el sagaz comerciante.
    El hombre estudió al andrajoso chaval de hito en hito y sonrió con malicia:
  - Dudo que puedas pagar lo que pido, mocoso.
    La inocencia y la necesidad brillaban en los enormes ojos del pequeño, y tras él, cabeceaba una res flaca espandando las moscas que aterrizaban en su enorme testa. La codicia ensanchó la sonrisa del forastero. Dio un par de pasos hacia el niño y puso una mano sobre su hombro:
  - Dudo que puedas pagar lo que pido, en cambio tengo un trato que quizá te interese. 
    El niño asintió con la cabeza como toda respuesta.
  - La vaca. La vaca a cambio de un puñado de habichuelas mágicas.
  - ¡Pero es todo lo que tiene mi familia para pasar el invierno! - se quejó el niño-. Mi padre me pidió que la vendiera por...
  - ¿Por una fanega de trigo, muchacho? ¿Dos? ¿Quizá tres? - preguntó con desdén-. ¡Yo te ofrezco algo mucho mejor! Sólo tienes que plantar, regar y cuidar estas semillas y tendrás para ti todas las riquezas del mundo cuando su planta dé frutos...
    Los ojos del niño se abrieron como platos:
   - ¿Todas las riquezas del mundo? - preguntó con un hilo de voz.
   - Todas las riquezas del mundo a cambio de una vaca flaca - dijo frotándose las manos.
   - ¿Pero y si no germinan? - titubeó.
   - ¡Germinarán, chaval!
   El niño miró a la vaca. Parecía pedirle consentimiento con la mirada. El comerciante se impacientaba.
   -  ¡Decídete, muchacho! No tengo todo el día.
    El niño se encogió de hombros y estando a punto de girarse sobre sus talones para reanudar su marcha hacia la feria de ganado, un lacerante aullido le dejó sin respiración y sin capacidad para dar un paso. El hombre de aspecto porcino vio su oportunidad:
   - ¡Mejoro el trato, chaval! Tu vaca a cambio de un puñado de habichuelas mágicas y una visita al mejor espectáculo de bestias del reino - sonrió al ver la expresión del niño-. ¿Qué me dices?
    El niño asintió, le entregó el cabo de cuerda que amarraba a la disputada vaca y estendió la mano con la palma hacia arriba:
   - Las habichuelas - exigió el niño.
  - Están en mi carromato - dijo señalando un carro desvencijado tirado por dos bueyes-. Vé caminando hacia él, yo te sigo.
   Y el forastero observó cómo su víctima se aproximaba a la trampa, con una sonrisa gélida cincelada en el rostro:
   - Al fin y al cabo nuestro querido Lobo ha servido para algo de provecho- susurró echando a andar en pos de aquel mocoso esmirriado.

***

    - ¡Por mis barbas, Manfred! - se quejó una recia mujer tras golpear la mesa con el puño-. ¡Esas endiabladas bestias comen mejor que la gente de bien!
   Manfred, el forastero de aspecto porcino, se limitó a guardar silencio mientras masticaba las correosas habichuelas que nadaban en el estofado de su cuenco.
   - ¡Mary tiene razón, jefe! - masculló una cabeza de rostro afilado surgida de las sombras del carromato-. ¡No, no la tiene! - replicó otra cabeza idéntica, a un palmo de la primera-. ¡Sí, sí la tiene! ¡Esos monstruos comen carne de vaca mientras nosotros nos tenemos que conformar con estas malditas habichuelas!
   - ¡Basta de chácharas! - rugió Manfred aplacando el amotinamiento-. ¡Gracias a estas malditas habichuelas he conseguido una vaca! ¡Gracias a que esa maldita vaca les sirve de alimento a esos monstruos gano dinero; y gracias a ese dinero puedo comprar mis buenas fanegas de legumbre para alimentaros a vosotros, panda de sanguijuelas inútiles!
   Miró uno a uno a los ahí presentes: Mary, la mujer barbuda, se aferró a la cuchara y guardó silencio con la mirada clavada en su cuenco; Phill y Bill, ambas cabezas idénticas unidas a un mismo cuerpo enjuto, se lanzaban miradas desafiantes; y Pequeño Thomas, el gigante del Risco del Olvido, terminaba su quinto cuenco de estofado, ajeno a todo.
   - No olvidéis que las gentes vienen a ver a las fieras, no a vosotros. Dad gracias a que no os he echado de aquí de una patada en el culo, majaderos desagradecidos.
   Su rostro enrojecido por la ira fue tomando un tono más pálido y mortecino. Se envaró en su taburete y recompuso su habitual mueca de distinción; mientras, los demás guardaban silencio.
   - Ahora bien, tratad a nuestro nuevo mozo como merece. Recordarle sus quehaceres si es que los olvida. Azotarle si es preciso, pero jamás, repito, jamás permitais que haga el zángano. Que para bocas inútiles ya están las vuestras. ¿Queda claro?
   Mary y compañía asintieron con desgana.
   - ¡Que si queda claro! - insistió Manfred golpeando la mesa poniendo el peligro su estabilidad y la de los cuencos de estofado.
   - Claro, jefe - mascullaron a coro.
   - Bien - respondió satisfecho de su jerarquía-. Mary, en calidad de mujer... - la última palabra sonó como un escupitajo-. Te encomiendo la tarea de cuidar del mocoso y adoctrinarle en el oficio. No te encariñes. Recuerda que el mocoso pagará tus errores... y Lobo siempre tiene hambre.
   Un escalofrío recorrió el espinazo de la mujer barbuda, apartó el cuenco semivacío, se levantó del taburete y se marchó sin mediar palabra. Tenía una nueva tarea: convertir a aquel niño flacucho en un nuevo monstruo con el fin de que conservara la vida en aquel nido de ratas.

***
Continuará

El Ermitaño

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    Hay quien alardea de haber disfrutado de su compañía durante una luna entera, hay otros que aseguran haber compartido una fugaz eternidad a su lado sin haberle conocido en absoluto. En esta ocasión dejo por escrito algo que deambula en las Dependencias del Olvido: el breve encuentro accidental con El Ermitaño.



    Caminaba con la mirada ensamblada en la Luna Menor, traicionera compañera de viaje, mientras hacía sus cuentas de cabeza: una docena de estrellas huyeron del firmamento de seda aquella noche, hasta desaparecer del mundo. Quizá era lo que embotara su mente en aquel momento: una huida de sí mismo, en sí mismo.

   La luz nacarina de la Luna Mayor rozaba su rostro trigueño, su largas greñas azabaches. En un instante eterno cruzamos nuestras miradas en aquel laberinto pedregoso; mordió varios pelos de un bigote insolente, con aire pensativo y detuvo su pasos.

    -     ¿Hacia dónde te lleva la luna? - preguntó sonriendo.
    -     Aún no lo sé-. Respondí encogiéndome de hombros.

    ¿Qué diablos escondía esa sonrisa? Era capaz de iluminar unos ojos tan oscuros como el más peligroso de los abismos. Lo hacía a menudo, aquello de sonreír de aquella manera, mientras parloteaba sobre las cosechas, sobre lugares lejanos de tierra cobriza y mantos esmeralda y sobre la importancia de aquello que otros seres no valoran. Brotaban de sus labios ennegrecidos alguna que otra palabra en una lengua extraña y arcaica. Él no dejaba de observarme de soslayo. Parece estudiarme, quise creer. Esos ojos oscuros se empeñaban en sondear mis entrañas, otorgándome breves treguas en cada parpadeo.

   Las horas fueron pasando, la noche cada vez se hacía más densa, más opaca. Ni siquiera nos cubría un cielo engalanado con mil astros lejanos: las lunas se apagaron, las estrellas se fugaron. Sin darme apenas cuenta me aventuré en un viaje oscuro como ala de cuervo. Durante una noche interminable y plomiza, capté matices jamás antes percibidos en aquel ser cambiante y extraño. Descubrí el amargo pasado que le perseguía cada noche, el presente que se enredaba entre sus pies y amenazaba con hacerle tropezar y el futuro que tanto le angustiaba. Aquel tipo, que había decidido realizar su camino sin más compañía que la de su sombra, no era un ermitaño cualquiera; era El Ermitaño.

    Con las primeras insinuaciones del alba pude verle con claridad. No era más que un niño flaco soñando con ser mayor, un cadáver con cicatrices supurantes de odio y amor, una víctima de una vida difícil, un alma minúscula y esquiva a la deriva, un prófugo de sí mismo.

   -   Nuestros caminos se separan aquí-. Dije sin decir.

   Se ancló en la tierra y me miró con gesto de sorpresa. Le contemplé una última vez, con tal de recordar la noche más larga y bella y suspiré mientras los pies me conducían por otros senderos desconocidos.

   -    Deseo llegar a mi hogar -. Pensé mientras me compadecía de aquella criatura atormentada-. Ojalá halles la mejor de las suertes, la necesitarás.

Hay veletas que no giran

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    Con la estructura de un colador palpitante, la Veleta se mantiene firme ante los envites de los vendavales caprichosos que asolan los tejados de la ciudad, tejidos a conciencia en la materia del tiempo. No obedece las órdenes de los alisios, ni siquiera escucha la potente voz de la tramontana. Cesó su giro constante e involuntario; se entretiene tamizando las nubes grises que se descuelgan del cielo, enamoradas de la luz de las farolas. 

    No teme a los hielos del invierno, la Veleta. La lluvia y el sol la otorgaron el color de un corazón marchito; la herrumbre de una vida entera, de una exposición incondicional a los elementos. No gira sobre su eje, pero recuerda los tiempos en los que aún lo hacía. Palpita solitaria sintiendo la leve caricia de la brisa atravesando cada uno de sus agujeros, bautizados con los soplos de sus creadores.

   Ya no sirve para revelar el nombre del viento, pero es la más sólida de su especie metálica e invoca y recibe a los hijos de la tormenta como una puta más. El rayo la besa, se estremece y se desvanece para nunca más volver. 



  Juraría que se siente sola, allá arriba, apartada de los gozos de los mortales. En ocasiones contadas caen dos gotas rojizas de un cielo completamente despejado: cede a la promesa de despegar de aquel tejado negro y gira en pos del insolente viento. Al masticar la quietud, el abandono y su anclaje, la Veleta recuerda su condición de objeto inservible y se desprende de un nuevo recuerdo, y bautiza un nuevo vacío. 

   Hay veletas que no giran.

El descanso de mi guerrera

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   Me parece del todo imposible que ya no estés aquí, pero tu ausencia crece por momentos, cada vez pesa más y temo que se convierta en un monstruo informe, negro transparente, en el centro del salón. El salón se ha congelado en el tiempo, en aquel preciso instante cuando apoyaste tu hocico en mi regazo intuyendo el final, fue tu adios antes de partir. El salón parece vacío sin el bulto rojo junto al aparador, sin ti sobre él. Te busco inconscientemente en cada rincón, en el pasillo, en tu esquina del sofá, para entonces me hago más consciente de que ya no estás y tu recuerdo mudo se encierra tras mis párpados y escuece.

   Ya no se oyen tus pasos sobre el parquet en la noche, ya no rascarás más en  mi puerta. No sabes la impotencia que siento por las noches que no hemos dormido juntas. Enmudeció tu voz de soprano, tus ladridos silenciosos acabarán por difuminarse en mi mente, lo sé. No paseamos lo suficiente, no jugamos lo suficiente, no vivimos lo suficiente. Te fuiste demasiado pronto.

   Me pregunto dónde estarás ahora. Quizá con tu enemiga íntima exigiendo las sobras de mis latifundistas celestiales; quizá seas un pequeño amasijo de piernas y brazos, rabiosa de vida, en los brazos de una recien estrenada madre; quizá sólo te hayas reducido a un archivo de recuerdos en el corazón de los que te conocieron. Lo único que sé es que siempre serás mía; que siempre seré tuya, allá donde estés.

   Te vas siendo mi pequeña Losa, porque sin duda te impregnaste de una esencia debastadora que te hacía gigante. Es algo que se palpa, algo que se siente.

   Disfruta de tu descanso, mi pequeña guerrera.




Te quiero; siempre te querré, Dido.

Sobre tus chismes y otras menudencias.

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Muriéndome de risa, comprobé que me resbalaban aquellas críticas cómo gotas de agua sobre la piel de un anfibio. Me pregunté por un segundo el motivo; por qué me convertí en diana de plató de prensa rosa. Acto seguido me encogí de hombros, estornudé, me limpié los mocos con un clinex y volví a reir con ganas.
- Soy feliz -pensé en voz alta-. Quizá sea eso.

INVIERNO

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- Quizá tengas razón, me lo tomé demasiado en serio – admitió por fin-. Nos conocimos en diciembre y... tres meses no deben condicionar una vida entera. Nada es eterno – hizo una pausa-. No te preocupes, estaré bien. Me despido, no quiero que pierdas ese vuelo.

Colgó el teléfono y, con una sonrisa que no lograba empañar la tristeza de su mirada, contempló el regalo que jamás podría regalar: una esfera de cristal que conservaba un invierno perpetuo en su interior.

El brujo artificiero

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Toc, toc, toc...

    El brujo recorre el minúsculo habitáculo, arrastrando tras de sí, una larga túnica confeccionada de sueños y bordada con excelente hilo silvano.

    Toc, toc, toc...

    Las paredes de su sótano crean el eco de una nueva visita, anuncia una nueva bienvenida. Bordea sus artificios mágicos -artificios que logran capturar el tiempo, la belleza, la vida- y se asoma a la mirilla de la pequeña puerta que le separa del resto del Mundo Conocido: nadie le aguarda al otro lado.

    Toc, toc, toc...

    ¿Qué o quién llama, que al otro lado de la puerta no espera? - se pregunta encogiendo los hombros. Y es que, como el corazón delator, repiquetea en su mente una nueva y brillante idea, impidiendo que continúe con su ardua tarea de reparar el aparato en el que estaba trabajando: un medidor de sombras vivas.

    Entre el vapor de luz y el millar de reflejos que proyectan todas y cada una de las lentes que conforman sus artificios, como un arco iris nebuloso de colores imposibles, se sienta en su butacón de pensar mientras prende el hornillo de su pipa y cierra los ojos. Acalla la voz de sus recuerdos -excesivamente molesta- y halla el primer cerrojo: lo abre. Aparecen en su mente todas su creaciones pasadas y se deleita unos instantes con ellas. Haciendo un loable esfuerzo por no enredarse en su resplandor, encuentra el segundo cerrojo: sus creaciones presentes. Allí flotan imágenes que son e imágenes que pueden ser. Saborea el amargor de los fallos y acaricia los aciertos, pero no es lo que anda buscando, abre el tercer cerrojo: las creaciones por venir. Un enjambre de ideas aguijonean su psique; ideas jóvenes e impetuosas; unas crecen y otras agonizan hartas de esperar a ser ejecutadas. Y entre toda esa nube brillante, resplandece una nueva.

    Toc, toc,toc... Llama a las puertas de su mente.


    El brujo- artificiero, trabaja sin descanso en su destartalado sótano. Manipula las leyes de la magia y la alquimia para crear las más bellas obras. Construye artificios que roban la esencia de lo que le rodea, consiguiendo así frenar el paso implacable del tiempo y con ello la llegada de la fatal Muerte.

El Guía Trotamundos

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Con un hatillo al hombro y una pequeña gata atigrada en pos de sus huellas, Gontxüm recorre el entramado de calles de los arrabales con los ojos cerrados. Y no, no me refiero a la típica expresión  “conoce las calles como la palma de su mano”; no. Literalmente, el Guía Trotamundos avanza a paso firme con los párpados cerrados, siguiendo la senda invisible que le dicta su voz interior, susurrada a su vez por el -inaudible para muchos- rumor antiguo del Viento.

Podréis dudar de mi palabra, pues bien es conocida la afluencia de gentes en estas tortuosas calles; podréis llegar a pensar que camina con un ojo entornado, esquivando a los transeúntes con la escasa visibilidad que le pueda otorgar ese párpado tramposo; incluso habrá quien crea que son los ojos de la pequeña gata que le acompaña, los que le otorgan el don de la visión, víctima de un extraño embrujo.

Mientras sacáis vuestras propias conjeturas, el Guía Trotamundos obedece a aquello que le guía entre la muchedumbre, sin que ésta le llegue a rozar un solo pelo. A su paso, el bullicio mengua, las gentes aminoran su actividad desquiciante y vuelven el rostro para contemplarle caminar: parece desprender un halo de bienestar pausado, un halo que deja su estela entre hombres y úmbreos – haciéndoles olvidar sus diferencias-. Gontxüm continúa avanzando sobre el suelo adoquinado y, como las mariposas nocturnas se hacinan entorno a un candil resplandeciente en una noche sin estrellas, las gentes –pudientes o menesterosas- olvidan sus quehaceres y empujados por ese melifluo bienestar, comienzan a caminar tras él y su gata.

Mientras decidís si creer o no en la veracidad de mis palabras, os diré que el Guía, haciendo honor a su apodo, guió a toda esa gente de los arrabales sin decir una sola palabra. Le siguieron durante una noche entera, más allá de las murallas que encierran a Murah. Ya en la orilla del río, en una verde explanada, el amanecer sorprendió a los murhanos sentados unos junto a otros. Pese a haber sido azotados por el látigo de la madurez, incluso de la vejez en algunos casos, se sentían como los niños que una vez fueron, contemplando las tímidas insinuaciones de un nuevo día sobre el dosel del bosque de ribera.
Para entonces, el Guía Trotamundos estaba muy lejos ya, de todos ellos.
Caminos, sendas y barbechos.
Una gata, un hatillo y su sonrisa.

                           
Existe un lugar para la calma
donde el tiempo se detiene,
donde el espacio no abarca.
Ahora, en este preciso momento.
Aquí, en este mismo lugar.
Nos habíamos olvidado de ello.

“Palabras de un Guía Trotamundos”

La Artesana

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La estación de las lluvias ha llegado a la Región de los Reinos. Las hojas, cansadas, despiden a su árbol y caen al suelo para morir entre millones de hermanas. La ribera del Murah se viste de tonos terrosos y rojizos, pasando por los amarillos y verdes apagados. La Artesana pasea entre la vegetación semidesnuda tarareando una canción. A pesar de parecer una simple aldeana, hay algo que la diferencia de todos los demás: sus manos.

Se acerca a un viejo roble – el único de la ribera-. No es lugar para tan maravilloso ejemplar, incluso los álamos más altos parecen tenerle envidia. Sus ramas aún aferran las últimas hojas que se niegan a aceptar la entrada del otoño. Esas hojas albergan la esencia de una primavera pasada, de los rayos de sol que dan candor a los largos días del verano; albergan la fuerza del roble, la historia de una región de gran belleza, bañada por la sangre y las lágrimas de épocas más oscuras. Y esas hojas – sólo esas, las que se resisten al frío- son las que la Artesana busca.

La Artesana vive en el cuarto prohibido de El Archivo de Murah. Nadie como ella conoce los pasadizos subterráneos de la ciudad, por eso nadie conoce la entrada al cuarto prohibido desde los subsuelos. Esa olvidada estancia repleta de polvo, códices y pergaminos, encierra toda la historia de la Región de los Reinos y parte de la historia del resto del Mundo Conocido; y como no podía ser menos, la Artesana es conocedora de cada dato, fecha y secreto de todas y cada una de las épocas pasadas.

Dicen que de entre todos esos antiquísimos códices, rescató un breviario del olvido. Un breviario de un hechicero silvano que se comunicaba con todos los seres vivientes: bestias, árboles e insignificantes plantas. En una de las páginas, la Artesana descubrió cómo preservar la esencia de la naturaleza y la historia de la tierra que nutre las raíces del mundo.

- Son las últimas hojas, las últimas flores, esas que se aferran a la vida pues tienen algo que contar, las que me revelarán aquellos secretos que ni siquiera en los códices aparecen – murmura a modo de conjuro, acariciando una de esas hojas que se suspenden mustias en la rama más baja del viejo roble.

Para entonces la hoja se desprende de su rama y se torna recia y brillante – como recién nacida y esculpida en la más dura piedra- y cae sobre las manos de la Artesana. Ella la modela, susurrándole los versos más bellos jamás hallados en la lengua escrita. La hoja le revela sus secretos y ella, a cambio, le otorga la inmortalidad, convirtiéndola en un amuleto protector que luego colgará de su cuello.

Aros de fuego

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Suspiró profundamente y recogió sus dos cubiertos. Ni siquiera tuvo opción de degustar la tarta de queso: la tigresa se las había ingeniado para burlar los siete cerrojos de su estrecha cárcel móvil y en esos momentos sembraba el pánico en la gran carpa. Dejó el látigo sobre la mesa, no era su intención domesticarla. Se abrió camino entre aquel collage colorista de gritos y rugidos y se detuvo frente a ella. Agitaba su cola, desafiante, no atravesaría más aros de fuego. Ambos lo sabían. Y así fue como el domador se despojó de sus ropas y entró en la jaula. Ella le siguió. Aquella noche durmieron juntos.

El tonto la polla

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   Freddy - Alfredo siempre le pareció demasiado vulgar, y odiaba la vulgaridad- llevaba poco tiempo sin cuerda alguna que ciñera su cuello. No era de esos chicos que guardan un mal concepto de sus relaciones pasadas ni mucho menos, pero agradecía el no tener que dar explicación alguna y más aún no tener que recibirlas.
Mantenía en sus manos la pequeña ventana al mundo exterior en la que se había convertido su celular; aquel aparatejo insignificante colmado de estímulos, no siempre estimulantes, para sorpresa de algunos.
- Sí, creo que lo borraré - se dijo a sí mismo sin sentir la necesidad recrearse.
Sin darse cuenta le echó el último vistazo antes de que aquella imagen desapareciera para siempre. Resopló exasperado y se rió a sus adentros:
- El tonto la polla... Nunca mejor dicho.
Apagó el celular y se tomó un batido de fresa asomado al balcón.

Jodidas bestias de circo

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    La mecedora marcaba un ritmo constante; el goteo del grifo óxidado le hacía de diapasón en la habitación contigua; la lluvia alcanzaba el cristal de la ventana como miles de semifusas enfurecidas; y como solista se lucía Maybe con un amplio repertorio de cacareos afónicos.

Antes de continuar, permitidme que me presente: soy Balloon, una vieja gloria circense que acabó en un cuchitril del centro, una gran estrella aclamado por todos que ya no osa asomar sus hocicos a la calle por miedo a la reacción de las masas. Ya no corren los mismos tiempos.

- ¡Diablos, Maybe, para con esa dichosa canción! - rugí enmudeciendo el acompañamiento que le ofrecían las bisagras de mi mecedora.
- QuiQuiQuizá si esa maldita bombilla no pasara encencida toda la santa noche...

Maybe - como podreis haber deducido- es mi compañero de piso y consigue abochornarme cada vez que me cruzo con el vecino de arriba: "¡Cárgatelo ya o me encargaré yo mismo en enseñarle a cantar a sus horas!" . Maybe regentaba lo que siempre he imaginado como un burdel a las afueras. Hablaba con frecuencia de sus chicas - sus castellanas, como él las llamaba- y bromeaba sobre su supuesta paternidad jamás reconocida: "No era yo el único gallo en ese corral de putas". Yo siempre he pensado que le faltaron huevos para afrontar su vida y terminó huyendo de ella, hasta acabar en este nido de ratas infecto.

- Maybe, ¿llaman a la puerta?
- Maybe.

Jamás me reveló su nombre, así que opté por llamarle como me salió a mí de las pelotas. Así fue como le apodé Maybe. Jamás se posicionaba en nada y aún menos con nadie. Toda pregunta era respondida del mismo modo: Maybe. Supongo que de ese modo evitaba pasar a la acción sin cerrarse ninguna puerta, se mantenía en un eterno letargo con la mirada perdida en un futuro más perdido aún.

- ¡Yo no sé ni para qué pregunto! - gruñí.
Desencajé mi enorme culo de la mecedora y abandoné el cuartito de estar, esforzándome por caminar con la columna lo más recta posible. Por mucho cuidado que ponía en cada paso, el viejo e indiscreto parquet del pasillo revelaba mi posición con respecto a la entrada.
- ¿Sí? - susurré con la oreja pegada a la puerta.
- Yo.
- ¡Joder, Bono! ¿Para qué cojones tienes pulgares oponibles? - dije abriendo la puerta como buenamente pude- ¡Usa las llaves!
Bono tiró un manojo del llaves a la mesa del pasillo de mala gana y avanzó a cuatro patas sin reparar en mi presencia. Supuse que iba tan colgado que ni siquiera había podido acertar con la llave en la cerradura.
- ¿Y tu hermana? - pregunté caminando tras él.
- ¿Mi hermana? - dijo girando la cabeza hacia mí mientras me mostraba una enorme colección de dientes perfectamente blancos.
- Perdona Boss, te había confundido con el borracho de tu hermano.

Boss - que era su nombre artístico- era una copia exacta de su hermano, Bono. Ojos redondos y pequeños, castaños. Pelo azabache, la misma costitución, el mismo rostro. Sólo se diferenciaban por una cosa, incluso la voz parecía la misma a pesar de no compartir el mismo sexo - las palabras compartir y sexo darían mucho de sí hablando de Bono y Boss, pero quizá sea demasiado escabroso como para narrarlo por aquí-; sólo la dentadura les hacía únicos al uno del otro.
Conocí a Bono y Boss en el último circo en el que trabajé. Para entonces eran dos jovenzuelos llamados Simón y Martina que se pasaban el día fumando y arrancando carcajadas a los más siesos, una monada de criaturitas, vamos.  Pasaron los años, el circo quebró y nos vimos de patitas en la calle. Gracias a un generoso vagabundo pudimos dar con estas cuatro paredes, aunque esa ya es otra historia.
Boss siempre quiso ser actriz, así que arrastró a su hermano al mundillo de artisteo. Para entonces actuaban con Paco - el vagabundo- en las calles. Con esas monedillas malviviamos todos. Cuando Paco nos dejó lo intentaron en varias ocasiones por si mismos pero siempre acababan corriendo calle arriba perseguidos por los pitufos. Paco sabía cómo llevarlos.

- ¿Has conseguido algo de comer?
- No - dijo ella mientras estiraba sus largos brazos hacia el techo-. Tal vez el borracho de mi hermano haya tenido más suerte.
- Quiquiquizá.
Boss se tiró en el viejo diván que rescataron hace relativamente poco de los contenedores. Bostezó mientras estiraba de manera casi imposible sus estremidades y adoptó una postura picasiana con el fin de comenzar con su pasatiempo preferido: morderse las uñas de los pies. Yo tomé asiento de nuevo en mi raída mecedora y Maybe saltó a la mesa sin emitir ruido alguno.

Pasadas las horas, cuando el día comenzaba a despuntar sobre los edificios de la ciudad, la puerta de la calle nos arrancó de nuestro habitual estado de duermevela. Bono caminó a trompicones por el pasillo hasta aparecer por la puerta del cuartito de estar.
- ¡Lo conseguí! - balbuceó borracho como una cuba-. Tengo la última pieza del rompecabezas. Ahora sólo queda armarlo y abrirnos camino a la gloria.
Enchufó el bajo - su nueva adquisición- a uno de los amplificadores y nos miró con cara de espectación.
- ¿A qué esperais? - gritó eufórico con un cigarrillo medio consumido entre sus labios.

Y así fue como me levanté de la mecedora y caminé perezoso hasta sentarme tras la batería, Boss agarró su eléctrica y se colocó delante de nosotros, y Maybe saltó al butacón que reinaba la estancia, frente al gran espejo, y se aclaró la voz.

- ¡Y uno! ¡Y uno, dos tres, cuatro...! - gritó Maybe.

Y aquel amanecer, en un cuchitril cualquiera del centro, con los estómagos vacíos pero pletóricos de alegría, un gran espejo reflejó por fin al oso, al gallo y los mellizos bonobos en una explosión de energía, bajo una deslucida bombilla como única espectadora.

- ¡Jodidas bestias de circo! - gritó el vecino aferrado a su taza de café.

Si ves a Rajoy salúdale de mi parte.

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   Aquel hombre tenía mil historias sobre sus lomos que nadie quería escuchar. Hablaba sobre la anatomía del tiempo de la gran ciudad mientras se aferraba a las manos del pintor casi por mera necesidad de ser percibido, pues, en el fragor de las calles y avenidas, no parecía existir para nadie.

   - ¿Habéis dormido o vais a dormir ahora? - balbuceaba su boca enmarcada por una espesa barba cana, algo sucia pero a la vez preciosa-. Yo llevo desde las cuatro despierto. La noche... me gusta. Ahora está todo... - no acabó la frase pero yo no tardé en hacerlo en mi fuero interno-: ... muerto.
   - Nos vamos.

   Quizá fuera cierto que nos quisiéramos marchar de aquel extraño acoso callejero, pero poco hacíamos por combatirlo.

   No tardé en captar en él un alma antigua encerrada en un cuerpo maltrecho por mil noches de vino barato y mil días entre cartones, monóxido de carbono y miradas indiscretas. Sus dos pequeños ojos eran azules, de mirada inteligente y magnética. "Sin duda un taumaturgo de asfalto"- pensé mientras le estrechaba la mano una vez más.

   - Durante el día no hay dinero - dijo con convencimiento-. Durante la noche lo hay; copas, dinero y vida. No existe la crisis.
   - Nos tenemos que ir.

   Pero algo tenía aquel tipo que me atrapaba y conseguía una sonrisa perpetua en mi rostro. Me declaro adicta a las buenas historias y él tenía tanto que contar que era casi imposible dejarle atrás con la palabra en la boca. Quizá sólo quisiera pasar unos minutos más empapándome de la esencia del pintor apresurado; de los madrugadores que se cruzaban taciturnos con trasnochadas de medias rotas y sonrisas forzadas, en la boca del metro; de ese momento que jamás volvería: el pintor que pactó con el Tiempo, el taumaturgo de asfalto y yo.

   - ¡Vamos! - me dijo él, tirando de mi mano hacia en interior del suburbano.
   - Si ves a Rajoy salúdale de mi parte - se despidió el taumaturgo aún con el calor breve y difuso del abrazo de una completa desconocida.

                          

   Momentos después cogí mi tren, y la vida continuó con un recuerdo subiendo unas escaleras mecánicas hacia el corazón adormilado de la ciudad.