Hay veletas que no giran

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    Con la estructura de un colador palpitante, la Veleta se mantiene firme ante los envites de los vendavales caprichosos que asolan los tejados de la ciudad, tejidos a conciencia en la materia del tiempo. No obedece las órdenes de los alisios, ni siquiera escucha la potente voz de la tramontana. Cesó su giro constante e involuntario; se entretiene tamizando las nubes grises que se descuelgan del cielo, enamoradas de la luz de las farolas. 

    No teme a los hielos del invierno, la Veleta. La lluvia y el sol la otorgaron el color de un corazón marchito; la herrumbre de una vida entera, de una exposición incondicional a los elementos. No gira sobre su eje, pero recuerda los tiempos en los que aún lo hacía. Palpita solitaria sintiendo la leve caricia de la brisa atravesando cada uno de sus agujeros, bautizados con los soplos de sus creadores.

   Ya no sirve para revelar el nombre del viento, pero es la más sólida de su especie metálica e invoca y recibe a los hijos de la tormenta como una puta más. El rayo la besa, se estremece y se desvanece para nunca más volver. 



  Juraría que se siente sola, allá arriba, apartada de los gozos de los mortales. En ocasiones contadas caen dos gotas rojizas de un cielo completamente despejado: cede a la promesa de despegar de aquel tejado negro y gira en pos del insolente viento. Al masticar la quietud, el abandono y su anclaje, la Veleta recuerda su condición de objeto inservible y se desprende de un nuevo recuerdo, y bautiza un nuevo vacío. 

   Hay veletas que no giran.

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