LOBO

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    Todo comenzó una noche fría, tan fría que la luna y las estrellas prefirieron permanecer al abrigo del manto de nubes grises que encapotaba el cielo. Bajo el cielo gris, un bosque negro; en un claro del bosque negro, una casa escarlata. Dentro de la casa escarlata, una mecedora de haya, rodeada de jaulas de acero apiladas unas encima de otras.
     - Cinco lobitos tiene la loba... - la ajada voz de una anciana compite con el quejido de las bisagras de aquella que carga con su peso-. Blancos y negros detrás de la escoba.
     Frenó su cantinela y la de su mecedora en seco y, con una larga vara, arremetió contra una de las jaulas arrancando un chasquido metálico y un coro de lloriqueos y gruñidos.
     - Cinco parió, cinco crió...
     Una segunda silueta - infantil y ágil- saltó entre las sombras seguida por una estela de seda roja. El resplandor del filo de un cuchillo rasgó la oscuridad y como el trueno que sigue al relámpago, un alarido monstruoso lo acompañó.
     El olor a sangre lo impregnó todo.
     - Y a todos ellos tetita les dió - concluyó la niña, despellejando a la madre de las cinco criaturas.

*** 

    - ¡Atención, damas y caballeros! ¡El mejor espectáculo de bestias ha llegado a la villa! - gritaba un tipo de aspecto porcino embutido en un ridículo traje multicolor-. ¡Vean a la mujer barbuda! ¡Al enjendro bicéfalo! ¡Al gigante del Risco del Olvido! - hizo una pausa para tomar aire-. ¡Paquidermos, fieras y huargos! ¡Panaceas universales y habichuelas mágicas! ¡Comprueben con sus propios ojos las maravillas...!
    - ¿Señor, cuánto cuesta la entrada? - atajó un niño escuálido, invisible hasta entonces para el sagaz comerciante.
    El hombre estudió al andrajoso chaval de hito en hito y sonrió con malicia:
  - Dudo que puedas pagar lo que pido, mocoso.
    La inocencia y la necesidad brillaban en los enormes ojos del pequeño, y tras él, cabeceaba una res flaca espandando las moscas que aterrizaban en su enorme testa. La codicia ensanchó la sonrisa del forastero. Dio un par de pasos hacia el niño y puso una mano sobre su hombro:
  - Dudo que puedas pagar lo que pido, en cambio tengo un trato que quizá te interese. 
    El niño asintió con la cabeza como toda respuesta.
  - La vaca. La vaca a cambio de un puñado de habichuelas mágicas.
  - ¡Pero es todo lo que tiene mi familia para pasar el invierno! - se quejó el niño-. Mi padre me pidió que la vendiera por...
  - ¿Por una fanega de trigo, muchacho? ¿Dos? ¿Quizá tres? - preguntó con desdén-. ¡Yo te ofrezco algo mucho mejor! Sólo tienes que plantar, regar y cuidar estas semillas y tendrás para ti todas las riquezas del mundo cuando su planta dé frutos...
    Los ojos del niño se abrieron como platos:
   - ¿Todas las riquezas del mundo? - preguntó con un hilo de voz.
   - Todas las riquezas del mundo a cambio de una vaca flaca - dijo frotándose las manos.
   - ¿Pero y si no germinan? - titubeó.
   - ¡Germinarán, chaval!
   El niño miró a la vaca. Parecía pedirle consentimiento con la mirada. El comerciante se impacientaba.
   -  ¡Decídete, muchacho! No tengo todo el día.
    El niño se encogió de hombros y estando a punto de girarse sobre sus talones para reanudar su marcha hacia la feria de ganado, un lacerante aullido le dejó sin respiración y sin capacidad para dar un paso. El hombre de aspecto porcino vio su oportunidad:
   - ¡Mejoro el trato, chaval! Tu vaca a cambio de un puñado de habichuelas mágicas y una visita al mejor espectáculo de bestias del reino - sonrió al ver la expresión del niño-. ¿Qué me dices?
    El niño asintió, le entregó el cabo de cuerda que amarraba a la disputada vaca y estendió la mano con la palma hacia arriba:
   - Las habichuelas - exigió el niño.
  - Están en mi carromato - dijo señalando un carro desvencijado tirado por dos bueyes-. Vé caminando hacia él, yo te sigo.
   Y el forastero observó cómo su víctima se aproximaba a la trampa, con una sonrisa gélida cincelada en el rostro:
   - Al fin y al cabo nuestro querido Lobo ha servido para algo de provecho- susurró echando a andar en pos de aquel mocoso esmirriado.

***

    - ¡Por mis barbas, Manfred! - se quejó una recia mujer tras golpear la mesa con el puño-. ¡Esas endiabladas bestias comen mejor que la gente de bien!
   Manfred, el forastero de aspecto porcino, se limitó a guardar silencio mientras masticaba las correosas habichuelas que nadaban en el estofado de su cuenco.
   - ¡Mary tiene razón, jefe! - masculló una cabeza de rostro afilado surgida de las sombras del carromato-. ¡No, no la tiene! - replicó otra cabeza idéntica, a un palmo de la primera-. ¡Sí, sí la tiene! ¡Esos monstruos comen carne de vaca mientras nosotros nos tenemos que conformar con estas malditas habichuelas!
   - ¡Basta de chácharas! - rugió Manfred aplacando el amotinamiento-. ¡Gracias a estas malditas habichuelas he conseguido una vaca! ¡Gracias a que esa maldita vaca les sirve de alimento a esos monstruos gano dinero; y gracias a ese dinero puedo comprar mis buenas fanegas de legumbre para alimentaros a vosotros, panda de sanguijuelas inútiles!
   Miró uno a uno a los ahí presentes: Mary, la mujer barbuda, se aferró a la cuchara y guardó silencio con la mirada clavada en su cuenco; Phill y Bill, ambas cabezas idénticas unidas a un mismo cuerpo enjuto, se lanzaban miradas desafiantes; y Pequeño Thomas, el gigante del Risco del Olvido, terminaba su quinto cuenco de estofado, ajeno a todo.
   - No olvidéis que las gentes vienen a ver a las fieras, no a vosotros. Dad gracias a que no os he echado de aquí de una patada en el culo, majaderos desagradecidos.
   Su rostro enrojecido por la ira fue tomando un tono más pálido y mortecino. Se envaró en su taburete y recompuso su habitual mueca de distinción; mientras, los demás guardaban silencio.
   - Ahora bien, tratad a nuestro nuevo mozo como merece. Recordarle sus quehaceres si es que los olvida. Azotarle si es preciso, pero jamás, repito, jamás permitais que haga el zángano. Que para bocas inútiles ya están las vuestras. ¿Queda claro?
   Mary y compañía asintieron con desgana.
   - ¡Que si queda claro! - insistió Manfred golpeando la mesa poniendo el peligro su estabilidad y la de los cuencos de estofado.
   - Claro, jefe - mascullaron a coro.
   - Bien - respondió satisfecho de su jerarquía-. Mary, en calidad de mujer... - la última palabra sonó como un escupitajo-. Te encomiendo la tarea de cuidar del mocoso y adoctrinarle en el oficio. No te encariñes. Recuerda que el mocoso pagará tus errores... y Lobo siempre tiene hambre.
   Un escalofrío recorrió el espinazo de la mujer barbuda, apartó el cuenco semivacío, se levantó del taburete y se marchó sin mediar palabra. Tenía una nueva tarea: convertir a aquel niño flacucho en un nuevo monstruo con el fin de que conservara la vida en aquel nido de ratas.

***
Continuará

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