Aros de fuego

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Suspiró profundamente y recogió sus dos cubiertos. Ni siquiera tuvo opción de degustar la tarta de queso: la tigresa se las había ingeniado para burlar los siete cerrojos de su estrecha cárcel móvil y en esos momentos sembraba el pánico en la gran carpa. Dejó el látigo sobre la mesa, no era su intención domesticarla. Se abrió camino entre aquel collage colorista de gritos y rugidos y se detuvo frente a ella. Agitaba su cola, desafiante, no atravesaría más aros de fuego. Ambos lo sabían. Y así fue como el domador se despojó de sus ropas y entró en la jaula. Ella le siguió. Aquella noche durmieron juntos.

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