Prólogo: Sangre y oro
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La Región de los Reinos
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El sol se cernió sobre el mercado úmbreo como un ave de presa ígnea, pillándome casi por sorpresa con su molesto resplandor. Entrecerré los ojos, ceñí aún más la amplia capucha de mi raída capa y agaché la cabeza. A los nuestros no nos cautivaba especialmente la luz y el calor del astro rey; sin duda, preferíamos el amparo de la oscuridad y el frescor nocturno.
Aquella plaza comenzó a llenarse por los mercaderes más madrugadores de la ciudad, como el despertar de un gran hormiguero. Iban y venían cabizbajos con mercancías de diversos orígenes con el fin de ganarse el pan de un nuevo día.
De pronto, una salvaje nostalgia acometió en mi pecho como un alud y no tenía intención de irse. ¿Cómo algo tan rutinario e insulso puede seguir resultándome tan melancólico?- pensé. Quizá el aroma a canela de los puestos me trajera lejanos recuerdos, o simplemente la caricia del viento arenoso en mi cara…
Me era imposible evitar recordar:
¿Cuántas veces habría recorrido aquellas estrechas callejuelas? ¿A cuántos tipos habría saqueado? ¿Cuántas vidas habría arrebatado sin conocer la compasión?
Nací hace veinte otoños en el condado de Thodan, en el reino D´Amurah; Región de los Reinos.
Mis progenitores eran úmbreos humildes y honrados; cómo se avergonzarían de mí. Aún recuerdo con frecuencia su pequeño puesto en el mercado. Comerciaban su pastel de frutos silvestres: receta secreta que contaba con gran éxito entre los más golosos de las aldeas vecinas. Si supieran que solo los sazonábamos con canela, miel y una hierba aromática que crecía en la rivera del río Murah…
Mi infancia transcurrió deprisa; demasiado quizá. Siendo hijo único, pronto empecé a ayudar a mis padres. ¿Qué otro futuro le esperaba al hijo de un tendero que no fuera continuar con el noble oficio de su padre?
Antes de que el sol diera señales de vida, ya habíamos preparado nuestro puesto. Tres sábanas viejas y cuatro tablas de madera repletas de carcoma bastaban. Todas las mañanas, durante más de una década, se repetía el mismo ritual. Las tardes eran algo más arduas. Nos adentrábamos en el bosque de la rivera del Murah en busca de moras y otras bayas. Madre, la mejor recolectora de nuestro reducido grupo, siempre echaba algunas en mi cesta con la intención de hacerme creer que era el que más recogía, pero para entonces, había otras hierbas que llamaban más mi atención que aquellas dulzonas bayas.
Las estaciones pasaban rápidas, el oro escaseaba en casa, los encontronazos con Padre cada vez eran más frecuentes y la hierba de aquel viejo bosque me aportaba algo más que momentos sosegados junto al río. Su dulce sopor conseguía evadirme de la monótona rutina y trazaba borrosas imágenes en mi mente del tipo que quería llegar a ser algún día. Quizá el ansia de escapar de aquella insignificante vida fue lo que me hizo abandonar mi hogar.
Una tarde otoñal, después de desmontar el puesto, regresé a casa sin entretenerme: la decisión ya estaba tomada. Recogí mis patéticas pertenencias, me despedí de mis padres haciendo caso omiso a sus consejos y partí. No había dado más de cinco pasos cuando Madre corrió tras de mí, mientras Padre me observaba desde el quicio de la puerta, molesto. Me agarró de los hombros obligándome a unir mi frente a la suya y acarició con sus orejas las mías. Era una carantoña que toda madre úmbrea les regala a sus retoños, fortaleciendo el vínculo entre ellos. Mis poco erguidas orejas delataban un claro abuso de aquella costumbre y yo se lo recriminaba con frecuencia. Con el paso de los años, cuando ya nadie rozara sus orejas con las mías, aprendería a echarlo de menos.
Así que aquella fría tarde, harto de Thodan; de sus campos, de sus gentes, de sus tascas… decidí ir a buscar mejor fortuna a Murah: ciudad de sicarios, mercenarios, bellas mujeres y hombres poderosos.
Poco a poco me fui abriendo hueco en los bajos fondos de la ciudad. Haciendo uso de mis artimañas y mi ingenio, empecé a lucrarme a costa de los demás sin dificultad.
Robé. Pinté. Chantajeé. Escribí. Amenacé. Extorsioné. Asesiné. Me convertí en todo un paria social sin escrúpulos. La espiral de la oferta y demanda en la que había caído no me permitía salir de ella, aunque a decir verdad, tampoco intentaba escapar de ella.
Cuando mi conciencia me jugaba malas pasadas, lanzándome a la vigilia coreada por enjambres de grillos; visitaba a Madre mientras Padre cumplía con su dura jornada de trabajo. Comía un pedazo de pastel mientras ella trataba de convencerme de que regresara, le entregaba un par de pesadas bolsitas de cuero y regresaba a Murah sin demorarme demasiado. Ahora era yo el que le dejaba a Madre frutos en su cesta; ella jamás preguntaba.
Los días transcurrieron rápidos sobre el lecho. Las noches, peligrosas y prosperas por las calles y tascas de la ciudad. Comencé a codearme con personajes poderosos y distinguidos; digamos que siempre tenían encargos que ofrecerme. Y así me convertí en el sicario más discreto, eficaz y cotizado de la ciudad de Murah.
Un cumplido algo lascivo y una brusca carcajada me devolvieron al presente. El mercado comenzaba a atestarse de vida. El bullicio de los intercambios mercantiles a mi alrededor se hacía casi insoportable, además ya era tarde y tenía asuntos que atender. Reajusté mi oscura capa sobre los hombros y desaparecí entre la muchedumbre como una sombra.



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Otros otro otro, cuelga algún capítulo maaaaaasss, Ains que ansia!!!!
venga va! si tú ya te los sabes de memoria, jejeje
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