El poeta

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El silencio reinaba en el vetusto salón, sólo el crepitar de las llamas de su enorme chimenea y el tictac homicida de gran cuco de pared lo retaban, rompiendo levemente la sensación de que el tiempo no pasaba en aquella olvidada mansión. Y a decir verdad, ya hacía varias décadas que el tiempo se había detenido aunque los mecanismos de los relojes - dispuestos por todos y cada uno de los rincones de aquel gigante de piedra, madera y mármol - mantuvieran su pulso mecánico y desquiciante.
   En una esquina de aquella deslucida estancia, sentado sobre un butacón, el poeta contemplaba las llamas hipnotizado con su sinuosa danza. Ataviado con un elegante batín burdeos arremangado hasta los codos, cubriendo su perfecta desnudez, fumaba en pipa con el fin de acabar con aquella molesta sensación de zozobra que le embargaba. Su aspecto era el de un hijo de condes venido a menos por el abuso de ciertas sustancias ilegales. Su largo y descuidado cabello ocultaba ambos lados de su afilado rostro. Mantenía su intensa mirada - de ojos negros y brillantes- fija en el fuego de la chimenea. Cualquier observador algo hábil habría percibido cierta comunicación entre el joven y el ardiente elemento. Sobre su regazo descansaba un montón de hojas repletas de versos desesperados.
   - Estos versos soy yo, y yo con ellos - se dijo con cierto tono de amargura-. Que arda la poesía y yo con ella, para así, poder descansar en paz.
   Dicho aquello como un extraño epitafio, el poeta arrojó una a una todas las hojas que habían sido su historia al fuego y sus hambrientas llamas redujeron todo a cenizas mientras un dolor punzante se cebaba con su, hace ya tiempo, inexistente alma.
   Los relojes de la casa seguían su devenir frenético. Él tan sólo aguardaba el gran momento con las mandíbulas prietas y la mirada ensombrecida. Aguardaba a la Muerte.

Una tarde como otra cualquiera. Sola, como de costumbre, casi por decisión propia, elijo los colores de las paredes y el estampado de las cortinas, desatendido las goteras de siempre. Las viejas humedades que reaparecen como las macabras caras de Velmez en mi -cada vez más escasa - materia gris fluorescente. Este es el título de una entrada vacía, pues, no hay nada más que decir.

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Chanza macabra

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Oiga las primeras notas de la danza macabra; gorgoteo que silva y canta:
Sangra que mana, crujido de huesos de tuétanos revelados.
Ojos desvelados, sonrisa invertida de labios amoratados.
Cráneos sin forma; troncos sin miembros; pechos vacíos; entrañas, guirnaldas.
Silencio en la venas; muelas y dientes sobre la arena.
Vida perdida, guadaña homicida de filo sombrío.
Ríos acres de fluidos espesos que se coagulan al ritmo que se apaga la esperanza.
Chanza macabra.


ESTADOS ALTERADOS

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“Alejada del mundanal ruido, 
araño mi fibra animal, y noto 
como el espeso velo que enturbiaba mi mirada 
desaparece a cada parpadeo, un poco más.” 

Aquel párrafo tomó vida en una libreta olvidada una mañana cálida de principios de agosto. Supongo que le raso azul por todo techo sobre mi cabeza y aquel radiante sol – que hoy no parece otra cosa que un satírico espejismo – consiguió que el buenrollismo anidara – eléctrico e impetuoso – en algún rincón de mis entrañas. 

Cierro los ojos y soy capaz de recuperar aquella mañana. Su cromatismo, su olor, su sonido, su esencia. Abro los ojos. Mi sonrisa se tuerce. Aquella mañana se marchó sin despedirse; tan solo dejó una nota en su huida, un párrafo en una libreta: 

“Alejada del mundanal ruido, 
araño mi fibra animal, y noto 
como el espeso velo que enturbiaba mi mirada 
desaparece a cada parpadeo, un poco más.” 

Aquella mañana se marchó y ahora la tinta se escurre por el calendario. Tacho cada nuevo día, en cada amanecer, como si con ello lograra que pasaran más rápido, como si el transcurso del tiempo me fuera a entregar las respuestas que necesito. 

Alejada del mundanal ruido jugué a soñar con hallar mi lugar en el mundo. Jugué a profanar el antiguo hospicio de aves malheridas – en su orgullo y dignidad-, nicho de techos bajos y ladrillo visto. Jugué a erigir un templo a un dios con cabeza de elefante; jugué a ser profeta de causas perdidas, de ideales obsoletos. 

Ahora, mientras el viento se arremolina entre mi pelo y la lluvia consigue que reaparezcan las humedades que marchitan este viejo palpitar, no encuentro el consuelo entre los cuatro brazos de aquel que me protege sobre su altar, aquel que me contempla incrustado en la pared. 
Entonces grito muera poesía, arda el verso. Desangro sonetos y ladro en tono del sol a la vida. 

Se acerca el invierno. Me aguarda el desierto más oscuro y extraño. Me espera el daño, quizá el engaño. Me agarro a la luz de un faro mientras intuyo el naufragio. 


“Alejada del mundanal ruido, demasiado; 
araño mi fibra animal, que agoniza. 
noto como el espeso velo espesa 
a pesar del parpadeo; se burla de mí, ironiza. “

Epitafio

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   Siento decir que desde hace tiempo soy una criatura de las sombras, un ser que, cual depredador crepuscular, se mueve en silencio; repta, se adentra en la tierra y busca el germen podrido de todos sus males, intentando comprender. Como la sabandija que se alimenta de aves que, agitando sus alas, tratan de llegar hasta el sol cuando biológicamente es imposible, acecho, vigilo, analizo y ataco.
    A menudo me recreo en la muerte; en ocasiones hasta con cierta nostalgia. Pero desde hace relativamente poco, pienso que, cuando al fin la halle, no dudaré en retar al mismísimo ángel caído y con una de sus plumas escribir mi epitafio. Revelaré lo acontecido, lo que acontece y lo que jamás ocurrió. Con una de sus plumas y la sangre que amarga brotará de la brecha abierta en mi pecho, elaboraré mis últimos versos – impotentes y crueles versos – y como saetas, las proyectaré al fantástico ser que, indolente, me observará desde las alturas. Mi intención no será la de herirle de muerte, quizá mis palabras le conmuevan y me ceda su inmortalidad; quizá la incomprendida criatura expulsada del Reino de los Cielos me conceda la eternidad a su lado, una eternidad repleta de conocimiento, de sueños cumplidos por fugaces e hilarantes que sean. Me concederá una vida negada aun pudiendo sentir a la dama de la guadaña abriéndose paso por mi esternón como un torrente de vacío, de oscuridad.
    Probablemente el que lea estas líneas dude de mi cordura, de hecho yo también la pongo en tela de juicio con demasiada asiduidad, pero si algo he descubierto en mis veintiséis otoños, es que la creatividad acuna altas dosis de locura. Quizá el ambiente de pseudo-misticismo animal desencarna mi fibra abstracta y onírica, quizá sea el gran felino el que ruja hoy estas palabras en la oquedad de mi cráneo, quizá sea el anhelo de una tarde en un café, un par de siglos atrás, cercada de intelectuales rodeados por un aurea de humo, mientras dan ritmo a versos desesperados o critican la sociedad que los encarcela, que los discrimina o los ensalza sin conocer nada de ellos. Quizá sea ese síndrome de la edad de oro del cual algunos hablan, quizá sea por cerrar los párpados y hallarme en las entrañas de un árbol milenario salvaguardada por altas torres de papel y botes de tinta negra, y, la pluma, la pluma del ángel caído.
    Y con su pluma daré ser a mi epitafio.

EL TÓTEM

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   En cada pisada, pequeñas nubes de polvo se elevan hasta mis rodillas. Un paso, otro. Una estela terrosa me sigue mientras salvo la distancia que me separa de una puerta blanca.
    La noche es cerrada, ni siquiera las estrellas se atreven a aparecer para regalarme su luz titilante, su tímido resplandor. Tampoco hay lunas.
    Abro la puerta.
    Todo permanece estático, en el más insondable silencio. Silencio roto, solo en ocasiones por una conocida voz que me guía.
- Ve hacia las escaleras – susurra La Voz.
    La puerta se cierra tras de mí. Me encuentro en un largo pasillo de paredes encaladas, parecido al de un sanatorio para enfermos mentales. Me pregunto si no será ese mi sitio, mi lugar. Al final de ese pasillo, encuentro unas escaleras de mano que se yerguen verticales hacia la oscuridad. Agarro el primer peldaño y puedo notar con las yemas de mis dedos la rugosidad de la madera, las betas, los nudos que delatan que en otro tiempo, aquella escalera fue parte de un árbol, parte del mundo vivo. Ahora esos finos maderos que dan forma a cada peldaño se elevaban en vertical para mostrarme el camino a seguir. Los subo, despacio, y ante mí se abre un nuevo pasillo -blanco e inquietante como el anterior- y al fondo me aguarda una segunda puerta –azul eléctrica- de chapa.
- Atraviesa la puerta – me indica La Voz – despacio.
   Nada entorpece mi camino, nada osa romper el silencio que me envuelve, incluso mis pasos suenan huecos, como si el sonido temiera romper la magia con su solo acto de presencia. Agarro el frío pomo metálico y lo empujo con cuidado, con sigilo, no quiero ser vista. Tampoco las bisagras se atreven a emitir su hondo quejido. Siento que el tiempo en este mundo no transcurre, no fluye por el reloj de arena, está congelado.
   La Voz me pide que atraviese un nuevo pasillo, blanco como los anteriores, solo que mucho más largo y oscuro. Otra escalera de mano me marca el camino, debo seguir ascendiendo hacia lo desconocido. Peldaño a peldaño me elevo sobre el suelo. Mi mente vuela. Mi cuerpo pesa.
   Una vez dejo atrás ese largo tramo de escaleras, una puerta verde – perfecta y brillante- me da la bienvenida. Como las demás, se halla cerrada, me oculta algo que, cada vez con mayor empeño, deseo encontrar. Avanzo hasta ella y la abro, despacio, muy despacio, y se muestra ante mí un paisaje rocoso, angosto y oscuro. Parece un pequeño valle rodeado por cortadas verticales. En una de aquellas paredes naturales, me espera un túnel escavado en la roca. La Voz me pide que me aproxime a la boca de lo que será las entrañas de la tierra, el útero de la Pacha Mama. Camino hacia la entrada y me detengo, mucho antes de que La Voz me aconseje que lo haga. La incertidumbre paraliza mis músculos cada vez más atrofiados, pero mi mente aclama a gritos lo que he venido a buscar.
- A tu lado hay una criatura que te ayudará a cruzar el túnel – me informó de pronto La Voz.
    Una sucesión de chasquidos revelan la presencia de algo que se acerca a mí. El sonido proviene del suelo. Inclino la cabeza intentando averiguar de qué se trata pero solo encuentro oscuridad. Este valle solo acuna noche y silencio. De pronto, algo roza mi pierna derecha, a la altura de muslo y cadera, algo grande.
   La silueta de un ofidio inmenso y totalmente negro me anima a seguirle a través del túnel que se abre ante nosotros.
- Quizá sea esta su madriguera – pienso, y comienzo a andar a su lado, notando en todo momento su contoneo, el suave zigzag de su avance sobre la tierra.
    Nos adentramos en las profundidades de la roca viva, el enorme reptil y yo. Parece seguro de lo que hace, me transmite la sensación de reconocer bien el terreno que repta y decido montar sobre su largo cuerpo y dejarme llevar por él.
- Al final de este túnel te aguarda otro ser – revela La Voz mientras nosotros seguimos avanzando a través del largo trecho subterráneo.
    El ofidio incrementa la velocidad, atravesando una línea recta. Noto las oscilaciones del terreno entre mis piernas, mis pies no rozan el suelo. Enfoco la vista y percibo un tenue resplandor al final del túnel. A medida que los metros trascurren bajo mis pies, la luz se va haciendo más intensa y comienzo a distinguir una silueta a contraluz. La silueta va adquiriendo una forma más nítida y en lo que parece ser la cabeza, resplandecen dos pequeñas bolas de fuego amarillo.
   Me observa acercarme a él.
   Alcanzamos su posición y contemplo a la criatura que se yergue frente a mí a cuatro patas, totalmente erguido. Nuestras cabezas están a la misma altura, pese a haberme incorporado del lomo del gran reptil. Es inmenso, bello. Su pelo parece suave pero me siento incapaz de rozar un milímetro de su piel.
   Me mira, no deja de hacerlo. Me atrevería a decir que parece estudiarme con un leve matiz de curiosidad en la mirada. No le temo, pero siento un profundo respeto hacia él y una calma casi tangible.
- Él te ayudará a regresar – me sorprende La Voz.
   El enorme tigre bengalí comienza a caminar con toda la indolencia felina cabida en el mundo, su apariencia es solemne, apabullante. Pasa junto a mí, yo le sigo y penetramos de nuevo al interior del túnel.
   Él me guía.
   Nuestros costados se rozan, tanto que siento la necesidad de elevar un brazo y rodear su lomo, para así caminar como dos amigos que hace mucho tiempo que no se ven, pero sienten la necesidad de hablar de mil temas distintos.
   Confianza. Serenidad. Aplomo. Fuerza.
   Puedo notar la calidez de su cuerpo en mi costado derecho, en mi brazo, así como su denso manto rayado entre mis dedos.
    Cuando llegamos a lo que era el principio de aquella enorme madriguera, el tigre se separa de mí y me mira de nuevo, una última vez. Inclina levemente la cabeza, a modo de despedida y desaparece.
    Ya es de día, parece que la primera luz del alba se asoma al valle para ser testigo de lo allí acontecido.
- Ve hacia la puerta verde y ábrela.
   Abro la puerta y entro en el pasillo blanco, desciendo las escaleras a toda prisa, sin miedo a despeñarme y accedo a la planta inferior, donde la puerta azul me aguarda al final de otro largo pasillo.
   ¡Quiero salir de allí! ¡Quiero despertar! ¡Quiero saber!
   Abro la puerta azul y corro hacia las siguientes escaleras, las bajo olvidándome de algún que otro peldaño y aparezco frente a la puerta blanca. La primera puerta.
- Abre la puerta y accede al camino.
   Ya ha amanecido. El camino es de tierra, sinuoso. Ahora lo veo todo con claridad. Es un camino que recuerdo, que transito habitualmente.
   Despierto.
   Ya no veo pasillos, puertas ni escaleras, me encuentro en una habitación oscura, con todo lo que tiene que tener una habitación, cama, mesillas, armario… tampoco está el tigre, pero sé que a partir de ahora, mi tótem me dará su fuerza y me mostrará las direcciones.

Esbozos - "Aquel legado inmaterial"

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   Aquellos besos que no llegaron a los labios; aquellas palabras que translucían un amor recién nacido. Aquellas risas incontrolables arremolinadas en su garganta; aquellas acampadas en el jardín de mis padres. Aquel legado inmaterial... me hacía grande aun siendo tan solo un niño.
   Pero Eva me hizo crecer de pronto.
   De lo más hondo de mi ser, emigró la poderosa y efímera infancia, como emigraba de sus ojos entornados, su última lágrima. En aquel momento nació su recuerdo, en el mismo instante en que aquella dulce niña dejaba de existir.



   Me aparté del cabecero de la cama y antes de salir por la puerta, volví la cabeza hacia su lecho con la esperanza de volver a ver aquella sonrisa, pero ella ya no estaba. Tragué saliva para contener el llanto y la abandoné en, la que posiblemente fuera, la habitación más triste y desconchada de aquel enorme sanatorio.



Ilustración de Antonio Bonicelli,

Campos de Castilla, campos de D´Amurah

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    Ayer, surcábamos sin prisas, una de las arterías de asfalto que atraviesan la piel de toro. Hacinados en mi coche, bestias y hombres, nos deleitábamos con las vistas que nos proporcionaban los sucios cristales de las ventanillas: inabarcables campos castellanos semejantes a un enorme tapiz parcheado, de tonos dorados y terrosos, reposado sobre leguas y leguas de suaves colinas y hondonadas.
   - Me parece un paisaje desolador - comentó Kiddo sin estar demasiado seguro de entender la belleza que le rodeaba.
   En defensa de su tierra, Vero argumentó que aunque ahora todo estaba yermo y seco, a la llegada de la primavera, el cromatismo de la paleta del pintor se tornaba verde para dotar de vida a los campos de cebada que se extendían más allá de donde nuestra vista lograba abarcar. Yo me limité a asentir con la cabeza, sin estar demasiado de acuerdo con su concepto de belleza, pensando que no existía mayor resplandor en los campos de Castilla, que cuando viste su manto dorado ribeteado con tierras en barbecho y adornado con broches de verdes viñedos.
    - Yo creo que no podría resultar más bello que en verano - añadí a mis adentros.


   Pasado un rato, y como una evocadora aparición, se mostró ante nosotros el estoico Castillo de la Vela, abriendo en el tejido de la realidad, una profunda brecha. Por un momento dejaron de existir las casas de Maqueda que brotaban como hongos bajo un enorme árbol, dejó de existir la carretera, el coche... Como habiendo cruzado una puerta a otro mundo, me encontraba en el Reino D´Amurah, frente a un titán de piedra que bien podría ser un reflejo - algo distorsionado - de la fortaleza que dio sede en antaño a La Orden. Incluso los campos dorados de cereal, los viñedos, Gredos a lo lejos, me transportaban a las tierras más fecundas de La Región de los Reinos.


    Este majestuoso castillo se divisaba desde lejos, dando la bienvenida a Maqueda, -Maqqeda, que significaba, ya en tiempos de conquista musulmana, "la firme"-.y fue en tiempos remotos, un puesto vigilante de los romanos. Hacia el año 981, el arquitecto Fathoben Ibrahim el Omeya, constructor de grandes mezquitas de Toledo, lo aumentó y perfeccionó. Pero la fortaleza avanzada que, durante el reinado de Enrique IV, vio a Dª Isabel la Católica entre sus muros de cal y canto y sillarejo en sus exteriores, hoy no era más que un cuartel de la Guardia Civil, hueco y no muy bien conservado.

    - Es como El Perfugio ¿verdad? - dijo de pronto Kiddo, haciendo suyas mis palabras en su boca.
    Asentí con la cabeza. Mantuve la mirada fija en las estribaciones de aquel gigante de piedra, con la esperanza de poder llegar a ver al carismático silvano a lomos de su pura sangre real, seguido del ejército de la ciudadela, mientras cientos de flechas tensadas en sus respectivos arcos, apuntaban a la masa de metal que avanzaba con decisión hacia ellos, desde el adarve de la fortaleza.
    - Lo es - musité volviendo la vista al frente, al asfalto, a la realidad.

Como un perro

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Como un perro, así me percibo. Quizá no todo lo perra que debería, pero al menos tanto como para renegar de la vitro y optar por comerme una salchicha hotdog cruda, exactamente lo mismo que les ofrezco a mis canes cuando hacen algo bien, para condicionarles a que sigan haciendo lo correcto. Condicionamiento puro y duro. ¿Se podría comparar el efecto de una nómina a fin de mes a un trozo de salchicha? ¿El euro es al Homo sapiens sapiens cómo la salchicha al Canis familiaris? ¿Jadearás por cuatro duros? ¿Lamerás manos, te sentarás cuando te lo pidan y podrás mear siempre y cuando ellos lo permitan? ¡Razón de más para abrazar con mayor fervor el dogma canino!

Como un perro, así me siento. Con el instinto básico de sobrevivir, de aplacar el hambre y la sed, de aliviar las necesidades propias de un animal. Sin pensar en el mañana, sin recordar el ayer. Ignorando los prejuicios y el eco de los juicios absurdos de los conocidos que dicen conocerme y me catalogan de perra. Ignorando a todos aquellos que tienen culo y opinión; a todos aquellos a los que preferiría olisquearle el culo antes que tener en cuenta sus palabras vacías, sus graznidos huecos y estridentes; a todos aquellos que preferirían verme con un bozal mientras la sociedad me lleva de la correa, la misma correa que se ciñe a sus cuellos y les ahoga.

Como un perro, un sabueso que rastrea, que percibe más allá de lo sus ojos ven. Un perro que busca la aprobación de los que realmente le importan, que oye el susurro de la inspiración más allá del motor de los coches, del bullicio de la televisión, del cacareo de aquellos que le tienden una salchicha esperando que haga alguna monería.

Como un perro que inspira a grandes poetas sin "o":

"Para contarte
que quisiera ser un perro y "oliscarte".
Vivir como animal que no se altera
tumbado al sol lamiéndose la breva,
sin la necesidad de preguntarse
si vengativos dioses nos condenarán,
si por Tutatis
el cielo sobre nuestras cabezas caerá."

Como Marron, como Dido, como Moyo. Como Blake, como Blanca... Kun, Nala, Tío, Tronco, Sacha, Chico...



Como un perro.


Un ladrido a todos.

Continúa el relato:

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Os propongo continuar el siguiente relato:

Crearemos personajes nuevos y nuevas tramas, aunque es lícito algún guiño que otro a lo conocido.



    En el rincón más sucio de los arrabales úmbreos, en la ciudad de Murah, se alza deslucida una casa de muros de piedra y vigas de madera carcomida. En otros tiempos fue una prospera posada donde mercaderes procedentes de otras tierras pasaban la noche y llenaban sus estómagos, hoy no es un más que un refugio de ratas que venderían a su propia madre por una jarra de hidromiel.
Aún conserva la taberna en la planta baja, aunque nadie osa poner un pie en su interior por miedo a perder la vida. La primera planta no es más que un fantasma del pasado, un largo pasillo con habitaciones carentes de puertas, carentes de intimidad. El hedor a meado y a humedad lo envuelve todo; los gemidos, las risas y los improperios lo envuelven todo; la vida y la muerte, unidas por un breve hilo...
La segunda planta es el antiguo desván de la posada, una buhardilla ornamentada con inmemoriales telarañas , grandes arcones de madera y un incómodo jergón relleno de paja. A través de una única ventana en ojo de buey se cuela el maldito sol que se cierne en la Región de los Reinos cada mañana y la luz de las lunas mientras los hombres duermen. Esa buhardilla es el lugar donde me oculto del resto del mundo, donde preservo mi anonimato, donde custodio mi historia; una historia que lucha por si misma para ser revelada.

Capítulo 1 - La mecenas del sicario

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    La sala estaba escasamente iluminada, aunque no me sorprendió en absoluto. Solo un par de candelabros de oro macizo sobre su elegante mesa negra, daba algo de luz a aquella enorme estancia.
Cuando comencé a trabajar para la Baronesa Therema me resultaba inquietante que alguien tan acaudalado, cuya residencia estaba repleta de carísimas obras de arte, armas legendarias y mobiliario imponente, no la iluminara acorde con su posición. Pero tras varios meses disfrutando de su protección, ya estaba acostumbrado a la falta de luz y me guiaba entre las sombras con mi aguda vista crepuscular.
    Esperaba sentado sobre un cómodo sillón de piel, frente a su mesa. Aquella mujer siempre se hacía esperar; le gustaba escenificar una entrada refinada cada vez que recibía visitas, que no solían ser muchas. Era bastante excéntrica, pero dada su generosidad no me importaba perder mi valioso tiempo de aquella manera.
    Devorado por el hastío, me preparé la pipa con un poco de hierba matter. Cogí una de las velas del candelabro y prendí el contenido del hornillo. Devolví la vela a su sitio mientras daba hondas caladas para avivar el fuego.
    Mi pipa era una auténtica pieza de colección; nada que ver con las que solían usar los petulantes nobles que chismorreaban en la corte. Era una recreación de la mismísima pipa que la Reina Felizia le regaló al Rey Meritho I el día de su enlace, o al menos eso me dijo la baronesa cuando me la regaló. Era de hueso de keaps tallado, tenía una cánula anormalmente larga y una cazoleta más bien pequeña. Cuatro franjas cinceladas a consciencia la recorrían de la boquilla a la cazoleta, emulando el zarpazo de un grifo.
    - “Sencillamente perfecta…”- dije a mi adentros mientras fumaba de ella.
    De pronto, el chirriante sonido de los goznes de la puerta me sobresaltó consiguiendo que el denso humo del matter se colara por el sitio equivocado, provocándome un brutal ataque de tos. Dos lagrimillas se escurrieron por mis mejillas perfectamente afeitadas.
    - No deberiiiías fumar esas porqueriiiías, queriido – comentó una voz como mínimo peculiar.
    Entró con paso pausado, totalmente erguida y gesto solemne; una oscura bata de cola de piel de algún dragónido ocultaba su menudo cuerpo. De haber tenido curvas se hubiera ceñido a ellas, pero en vez de eso, dibujaba bolsas holgadas alrededor de su contorno. Al pasar tras de mí, posó su huesuda mano en mi hombro. El frío de su mortecina garra traspasó varias capas de tela hasta llegar a mi piel y un escalofrío recorrió toda mi espalda. Lejos de excitarme, aquella mujer conseguía sacarme de quicio.
    - Bueeenas noches, queriido – dijo con su característica voz.
    Hablaba de manera pausada y alargando excesivamente algunas sílabas acentuadas en un tono un poco más agudo de lo normal. Me enervaba aquel extraño acento de un modo más que irremediable.
    - Buenas noches, baronesa – respondí con mi rasgada voz - ¿Qué se os ofrece?
    Ella bordeó la mesa lentamente mientras barría el impoluto suelo con su bata. Se sentó en su gran sillón frente a mí y me miró fijamente, consiguiendo el segundo escalofrío de la noche.
    - Deberías dejar de fumar maatter, queriido – comentó agitando levemente la cabeza con desaprobación-. ¿Qué pensarían si te vieran haciéndolo en púublico? Es una costumbre de mercenaarios y vagabuundos, además tienes la voz horriiiible.
    No era eso exactamente lo que comentaban de mi voz en el reducido círculo de amistades aristocráticas en el que nos movíamos; más que horrible, me atrevería a decir que resultaba de lo más atrayente. Jamás alzaba la voz, hablaba casi con raucos susurros que podían sonar tan insinuantes como la seda rasgada, o tan amenazadores como la piedra pómez, según su destinatario.
    - Vuestro exquisito pintor jamás fuma en público – aseguré con determinación mientras apagaba el hornillo de la pipa.
    Iluminada por la parpadeante luz de las velas, la fisonomía de aquella mujer se hacía más cadavérica y siniestra aún si cabe. Llevaba un elaborado recogido blondo en la nuca y dos pesados pendientes colgaban de los flácidos lóbulos de sus orejas; parecían dos péndulos dorados en cada movimiento de cabeza. Su piel estaba empolvada a conciencia, unos excesivos coloretes resaltaban sus pómulos y sus labios resplandecían rojos como la sangre. Apenas tenía arrugas pero sus pequeños ojos azul crepuscular, hundidos en las cuencas, le otorgaban una mirada sabia y antigua que le helarían la sangre a cualquiera.
    Le retiré la mirada y ella sonrió; era consciente de que me ponía nervioso y parecía divertirla.
    - Seré conciiisa, queriido – dijo alargando las sílabas-. Quieero la cabeza del Cooonde Iliant sobre eeesta mesa. Te doy como plaazo dos nooches.
    Aquella petición me sorprendió de sobremanera y al parecer, por la expresión casi cómica de la baronesa, la sorpresa tuvo que reflejarse en mi imperturbable rostro.
    Ella se acodó en la mesa y se inclinó hacia delante mirándome con interés.
    - ¿Te sorpreendes, queriido?
    Como las palabras no llegaban a mis labios solo me encogí de hombros sin definirme.
    Ella esbozó una afilada sonrisa.
    - Insiiiste demasiado en que tus lieeenzos salgan a la luz – puntualizó.
    - Ya veo.
    El Conde Iliant era un educado caballero otoñal enamorado del arte y los encantos femeninos. En numerosas ocasiones se había presentado en la residencia de la baronesa sin ser previamente invitado, con la intención de admirar mi misteriosa obra. Ella siempre se había mostrado reticente a exhibirla en público, argumentando que era demasiado transgresora para la casta mentalidad del reino, por lo que él insistía cada vez con mayor empeño, sacando sus propias conjeturas sobre el contenido de mis pinturas: ¡Vamos muchacho! Comparte la belleza del mundo que nos rodea con un viejo amigo de tu mecenas – me decía siempre que nos encontrábamos a solas-. Nadie tiene porqué enterarse. Mi agudeza y don de la oportunidad me permitía disuadirle con facilidad, tachando mis obras de oscuras y melancólicas y negando la aparición de ninguna dama ligera de ropas en ellas. A decir verdad, aquella obsesión por su parte me incomodaba bastante pero no hasta el punto de despertar mi instinto asesino.
    La baronesa me contemplaba fijamente sin borrar la sonrisa de su rostro. Me dio la impresión que estudiaba mi reacción.
    - Tu oobra no es buena, queriido, ni siquiera está cerca de serlo - dijo suavemente-. Y no queremos que se descuubra la tapadeera, ¿verdad?
    Asentí con la cabeza comprendiéndolo todo:
    Cuando llegué a la ciudad de Murah, con solo quince años, coincidí con un carismático umbreo que malvivía cometiendo pequeños hurtos. A parte de darme cobijo en su nido de porquería y adiestrarme en el noble oficio del ratero, me mostró otro modo de ver y entender la vida; algo que nacía en la belleza que nos rodeaba, que nos impulsaba y tenía como propósito no dejar indiferente a nadie: La pintura.
Robábamos oleos, lienzos y papel vitela colándonos en las casas del barrio de los ricos mercaderes por las noches y durante el día, empuñábamos nuestros pinceles y soñábamos con convertirnos en renombrados pintores de la Corte.
    Durante un año intentó transmitirme sus conocimientos, sin demasiado éxito. Solía recriminarme que mis creaciones eran demasiado… viscerales; que no lograban captar la belleza sino asesinarla, en el sentido más amplio de la palabra. Aun así, no desistí en mi empeño. Emborronaba carísimas hojas de papel con mi carboncillo en los burdeles más sucios de la ciudad; plasmaba mi alma en los lienzos mientras aspiraba los fragantes vapores de los oleos e intentaba estampar mis inquietudes, siendo la mayor de todas ellas la muerte: retrataba a rameras con la mirada ausente y el pecho abierto en canal, a niños devorados por sus propios perritos de compañía, tétricos cementerios y velatorios donde una docena de muertos velaban a un viejo que solo dormía… Pero ninguna de aquellas pinturas conseguía ni siquiera rallar la realidad; carecían de alma propia.
    Una noche, mientras terminaba de retocar uno de mis cuadros, mi compañero irrumpió en aquella desastrosa habitación con su sucia camisa cubierta de sangre. Recuerdo que apretaba un trapo empapado en ella en su costado. Me han cogido- me dijo cayendo de rodillas al suelo. Yo me aparté con parsimonia del cuadro, le recogí con delicadeza y le tendí sobre el único camastro que había en aquel minúsculo habitáculo; y le observé: era bello; rabiosamente real. Estaba cubierto de sangre y tenía la cara desencajada, no tanto por el dolor como de pánico al ver mi inquietante tranquilidad. Aparté el cuadro a medio acabar y coloqué en mi caballete un nuevo lienzo en su lugar, terso y blanco. Comencé a retratarle con lentitud, con trazos limpios y precisos mientras él se desangraba sin ser capaz de pedir auxilio. Finalmente murió.
    Cuando acabé tan oscuro retrato sentí que le faltaba algo, seguía careciendo de alma. Me aproximé a mi compañero y hundí mi pincel en su costado, mezclando el oleo con su sangre. Examiné el tono y la textura de aquella nueva mezcla y acabé mi obra.
    Un par de años después, logré ingresar en el clandestino gremio de sicarios del barrio umbreo sin otro fin que continuar desarrollando mi talento oculto, pero para entonces, descubrí que el oro era lo que realmente llamaba mi interés por encima de todo lo demás y abandoné la pintura. Me instalé con ellos y me adiestraron los mejores y más sanguinarios, convirtiéndome en un auténtico asesino.
    Por extraños giros del destino, una noche conocí a la baronesa. Tras realizar algunos encargos para ella, surgió el tema de las colecciones de arte en una de nuestras tediosas conversaciones en su residencia. Yo le hablé de mis cuadros y curiosamente, ella insistió en que quería conocer mi obra y poseerla en su colección.    Regresé a la sucia buhardilla donde pasé mis primeros años en Murah, recogí todos mis lienzos e ilustraciones y se los llevé. Entonces, para mi sorpresa, me ofreció su mecenazgo con dos únicas condiciones: la primera, no revelar ante nadie mi obra bajo ningún concepto; la segunda, convertirme en dos personas totalmente diferentes. Un pintor procedente del Reino D’Acatonya de cara a su círculo de amistades y un discreto sicario que velara en todo momento por sus intereses.

    Me recliné en mi asiento y sonreí.
   - Sé perfectamente que admiras mis cuadros cuando crees que nadie te ve… no deben ser tan malos como dices – comenté con petulancia.
    La baronesa suspiró y me devolvió la sonrisa.
    - Muy poocos sabrían apreciar tu aarte, queriido – dijo recordando la cruda esencia de la muerte en cada trazo del retrato del cadáver de mi antiguo compañero-. ¡Es más! Seguuro que te condenarían a la hooorca si algún día tu oobra saliera a la luz. Y eso perjudicariiía mi impecaable reputación.
    Asentí conforme.
    Realmente el pintor cortesano era la tapadera de mi alter ego, pues mi habilidad con las dagas era notablemente mejor que con el pincel, por lo que ella se encargaba de recordármelo a menudo para evitar equivocaciones por mi parte.
    La baronesa se levantó lentamente de su asiento y me señaló la puerta para que desapareciera cuanto antes, sin decir una palabra más. Obedecí y caminé hacia el lugar donde ella apuntaba con su huesudo dedo índice. Antes de que pudiera rozar el pomo de la puerta ella carraspeó casi con dulzura.
    Me giré hacia ella.
    - Serías tan amaable dee… - dijo ella dejando la frase en el aire convirtiéndola en una sutil pregunta.
    Asentí con la cabeza y esbocé una maliciosa sonrisa. Ella me la devolvió.
    - Nunca son demasiados para vos, ¿me equivoco? – pregunté ladeando la cabeza.
    Ella puso los ojos en blanco y soltó una risilla cantarina.
    - Puedes retiraarte, queriido – dijo haciendo un ademán con la mano.
    Hice una breve reverencia y abandoné la sala.




APELO A TU IMAGINACIÓN: Continúa el relato "El parking"

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Os propongo un juego:

Leed el principio de esta historia, imaginad la continuación y aportar vuestro granito de arena añadiendo el fragmento que le sigue.
Intentaremos seguir el relato desde el comentario anterior, así será de todos y cada uno de nosotros.


***

Abrí los pesados párpados, me incorporé del suelo y sacudí mis ropas, confundido. No sabía cuánto tiempo había estado desparramado en mitad de aquel parking subterráneo. Todas las luces estaban apagadas, solo se adivinaban las siluetas de algunos coches dormidos en la espesa negrura. Me resultaba realmente extraño que, sin una sola bombilla iluminando la estampa, lograra ver más allá de mis narices.
Yo era un tipo parapetado tras unos enormes cristales de culo de vaso, más bien escuálido y torpe. Un chaval invisible, alguien con el que no merecía la pena perder el tiempo. Una rata de biblioteca que suscitaba el más brutal sentimiento de vergüenza ajena a todo el que tenía la desgracia de compartir mi mismo vagón de metro.
¿Si no soy capaz de ver tres en un burro cómo diablos soy capaz de ver en la oscuridad más absoluta? – pensé con mis queridas gafas hechas un amasijo de metal entre las manos.

TEOLOGÍA: LA VIRGEN MARY, esa gran desconocida.

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Una tarde como otra cualquiera, en la terracita de debajo de mi casa, tomando unas cañas con mi chico y mi mejor amiga, sacamos el tema del 19 de marzo a colación. Después de años sin entender muy bien por qué ese día era el día del padre y no otro, deduje que tal vez se debía a que también era el día de San José. Comprenderé que os riais por mi falta de luces, yo lo haría.
A partir del dato que San José es el Padre, el Súper-Patter, mi mente enferma comenzó a trabajar sin permiso y surgió lo que leeréis a continuación: 



Hablemos de la figura mística de la Virgen pero no tal y como la conocemos, sino desde la perspectiva de que San José era el padre adoptivo, de esos que no se enteran de la misa la media, del súper-nene.
Mary, aquella que decía ser virgen en su pueblo: “Soy virgen, os lo juro por mis hijos”. Aquella que no sufrió la prueba del pañuelo. Supongo.

Empecemos a atar cabos:

Ya en la antigua Grecia, quién no tenía un hijo de Zeus. Todo el mundo sabe que era tendencia de la época, una de esas modas pasajeras como los leggings, las plataformas o el tabaco. Si no tenías un rollo con el terrateniente del Olimpo no eras nadie. “Es el hijo de Zeus”- decían, o “Zeus me ha violado mientras lavaba la ropa”
Ahora Imaginaos la escena de sofá, en Atenas, año no sé cuántos antes del hombre-pájaro (ya explicaré más adelante el término de hombre-pájaro)
Él, con su túnica blanca arremangada casi hasta las ingles, con las piernas llenas de pelos, espatarrado en lo que hoy sería un sofá, totalmente inconsciente de lo que su joven mujer le va a confesar.
Ella se acerca, con un abultado abdomen similar a un balón de playa, se arrodilla ante él con lágrimas en los ojos y le contempla en silencio. Él, ni puto caso. Si hubiera habido televisión en esos tiempos estaría viendo el Mundial.
- Cipriano, Zeus me ha mancillado, juro que yo no quería, pero me amenazó con un rayo.... ahora espero un semidiós.
Cipriano la mira, frunce el ceño pensativo, vuelve la vista al frente y responde:
- Se llamará Hércules y me ayudará en el negocio. Más vale que tenga fuerza el jodido crio porque le voy a tener cargando cajas hasta que me lleve Hades.
Pero Hércules nunca tuvo una fuerza sobre-humana, es más, era sospechosamente clavado al vecino de al lado.

Puesto el ejemplo de los bastardos divinos, vuelvo al tema de antes. ¿Qué esconde realmente la figura de la Virgen Mary? Habrá quien piense que lo que se vayan a comer los gusanos, que lo disfruten los cristianos, siempre y cuando sean cristianos, por supuesto.
Imaginemos la escena de la concepción:
Mary zurcía un deslucido atuendo típico de la época, en completo silencio. Ya no era capaz de ver ni el hilo ni la aguja, la pobre. Era joven y no conocía varón. Sus hormonas gritaban encolerizadas y ella las acallaba manteniendo su mente ocupada con tareas domesticas.
De pronto, unos golpes secos sobresaltan a la muchacha. Mary, ojiplática, se vuelve hacia la ventana, donde una paloma se golpea una y otra vez con la intención de entrar en el interior de la morada. El pajarraco estaba tontorrón y la joven inmaculada de muy buen ver.
El ave le dice en hebreo, con voz en off:
- Mary, nena, te traigo al hijo de Dios.
Todo el mundo sabe que Dios era ídolo de masas en aquellos tiempos, una especie de Cristiano Ronaldo místico, parecía un gitano y tocaba muy bien las pelotas.
La respuesta de Mary fue rotunda.
- ¡Quiero un hijo tuyo! – reitera- ¡Quiero un hijo tuyo!
Y justo en este punto, me surgen tres interrogantes y una afirmación:

Primera cuestión: ¿Por qué cojones, Dios, siendo quien es, un puto superhéroe, EL SUPERHEROE DE LOS SUPERHEROES, escoge una paloma como avatar para tirarse a Mary?
Se supone que el Espíritu Santo es la fuerza activa de este tipo, ¡LA FUERZA ACTIVA que se dice pronto! ¿Por qué no escogió a un gavilán?
“Gavilán oooo palooooooooomaaaaaaaaaa...”
Ay desangelao!!!!! Tanto Dios, tanto Dios y vas por ahí haciendo el ridículo.

Segunda cuestión: Tras el sexo salvaje avícola, nuestra protagonista se queda en cinta y días después, aparece un ángel en su casa. ¿Se llamaría el ángel San Predictor? ¿Llegó a Casa-Mary con sus dos rayitas? ¿Le dijo solo que esperaba el hijo de Dios o le especificó de cuantas semanas estaba y sus dos días fértiles del mes? ¿Hubo o no hubo lluvia dorada aquella mañana?

Tercera cuestión y no por ello menos importante: ¿Si Mary se tira al pájaro divino, y Mary es la madre de Jesusín? ¿Jesusín nació de un huevo? Y de esta pregunta nacen otras: ¿Es Jesusín el hombre-pájaro o bird-man? ¿La hicieron cesárea a la parturienta o tendría la vagina como la Cueva de Covadonga? ¿Era el pesebre un nido gigante?
Si os dais cuenta todo cobra un sentido. ¿Por qué en el belén de navidad colocan al niño dentro de un nido de paja? Porque acababa de nacer de un huevo. Porque siendo sinceros… ¿Quién no ha levantado al niño extraño alguna vez, para comprobar si está el cascarón debajo?
¿Y os imagináis a la Mary enseñándole a volar al nene? Como los dos pájaros sobre la rama que observan a una tortuga que se tira al suelo desde lo alto. Y le dice uno a otro: “¿Pepe, cuando le vamos a decir al niño que es adoptado?” Pues igual.
Y no me podéis negar que Jesusín no tenía pluma... La exuberante Mada, aquella que se ganaba el jornal practicando el oficio más antiguo del mundo, estando ella como un tren, él ni puto caso y luego celebraba cenas con 12 tíos sin venir a qué. Para que luego digan los sectarios éstos que la homosexualidad es una enfermedad siendo que su superhéroe era el primero en dar ejemplo. Vamos que cuando montamos el Belén en navidad en vez del pesebre, el río y el castillo de los romanos, tendríamos que montar unas carrozas de colores y montar a los apóstoles en lencería fina con largas boas de plumas y plataformas de vértigo, sin olvidar un cuarto oscuro donde los más cariñosos deberían estar dándose la paz.

Y por último la afirmación: El caso de Mary y el pájaro fue el primer caso conocido de zoofilia en la historia. Ahora que, tiene que ser difícil de cojones tirarse a un palomo. Posturitas, posturitas, pocas. Yo que sé, tía, de haber sido tú, me hubiera tirado a Satán, dejando aparte que tiene más morbo con eso de ser el malo de la película, eligió algo mejor que Dios: ¡Un carnero! Supongo que hubieras tenido más donde agarrar.

Tras todo esto, seguiré investigando sobre el misticismo y lograré resolver el misterio de la Santísima Trinidad.... ¡LO JURO POR LAS PLUMAS DE CRISTO!
Y lanzo estas cuestiones al aire, para favorecer la reflexión:
¿Si Adán nació del barro... Adam era un orco de Mordor? ¿Es Dios Saruman? ¿En vez de hablar de la religión Cristiana, deberíamos hablar de la religión Sarumaniana o de la doctrina de Mordor? Si todo esto es cierto... ¿Sería Tolkien un apóstol?




Os animo a que me ayudéis a dar más claridad a este asunto tan truculento.

Principio y fin : Apocalipsis

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   Y como dijo alguien cuyo nombre lo logro recordar, cabe decir que me ocurre muy a menudo desde aquel amanecer, “todo tiene un principio y un final”.
   Supongo que la humanidad solo era un mal juego de rol creado por unos cuantos payasos omnipotentes, esos que manejan nuestros hilos desde el Paraíso, el Olimpo o donde cojones se hacinan para jugar sus cartas y tirar sus dados, y como todo juego de rol, termina por cansar a sus jugadores.
   De esa forma tan absurda intenté explicarme el principio del fin del mundo cuando puse la televisión a las siete y media de la mañana, y vi la Gran Vía infestada de tipos cubiertos de sangre persiguiendo en jauría a los ciudadanos más madrugadores y trabajadores de la gran metrópoli. En un principio quise pensar que era una de esas manifas que no acaban demasiado bien, pues los antidisturbios arremetían contra aquellos seres sin éxito alguno; pero luego la voz cadenciosa y pedante de la locutora informó sobre un gran éxodo a consecuencia de La Mutación.
- ¡La hostia! – brame llevándome las manos a la cabeza-. Sabía yo que tenía que haber comprado aquella katana en Ebay. ¿Si a Michonne le funcionó por qué no iba a servirme a mí?
   Me aparté de la televisión y subí un poco más el volumen para escucharla mientras elegía mi arsenal anti-zombie. La señorita de voz nasal informaba sobre el estado de las carreteras, colapsadas; sobre la evolución de la crisis, carnívora; sobre las medidas a tomar ante la alerta roja, obvias… Cualquiera que hubiera visto una película de zombies sabría que hay que conseguir un refugio seguro con puertas y ventanas tapiadas, con provisiones suficientes para varios días y armas, miles de armas. Para mi desgracia, vivía en un bajo de la calle Lavapiés, la puerta era de cartón piedra, en mi nevera solo había un par de pizzas precocinadas y las únicas armas que tenía en casa eran un cuchillo jamonero y un par de palos de golf del gilipollas de mi ex-novio.
- Se cree que La Mutación es debida a un hongo que se reproduce en los despachos más húmedos y fríos – dijo la imbécil de la nariz tapada como el que habla de los espetos de Málaga-. Las esporas de ese invasivo hongo afecta al sistema neuronal humano con agresividad convirtiendo a nuestros nobles banqueros en súcubos sedientos de sangre.
   Si no me habían chupado bastante la sangre con la dichosa hipoteca ahora pretendían comerme a bocados. Justo en aquel momento me obligué a parar un instante para reflexionar: ¿Era esto a lo que se referían algunos con lo de tocar fondo?
   De pronto una voz me sobresaltó:
- ¿Dios por qué nos has abandonado? – gemía una y otra vez-. ¡Señor, detén todo esto!
   Mientras la vieja del primero ponía una hoja de reclamaciones al altísimo, yo acechaba tras la mirilla: al otro lado de las puertas del portal, docenas de súcubos trajeados cubiertos de sangre y vísceras perseguían a inmigrantes, ancianos y tipos con rastas. A pesar de los gritos de horror de la calle, los gañidos de los banqueros, los ladridos de los perros y los rezos de la loca del primero, no pude hacer otra cosa que romper a reír como una completa demente. El juego había terminado. Los jugadores nos habían creado de la nada, nos habían manipulado, habían creado nuestras historias y las habían enlazado unas a otras, incluyendo guerras y miseria para aderezar con un poco de emoción su tiempo libre. Ahora se habían aburrido de aquel pasatiempo y habían decidido romper el quinto sello y soltar al Quinto Jinete del Apocalipsis, El Banquero, para dar fin a su creación.
   Unos golpes en la puerta me dejaron sin aliento, venían por mí. Me asomé de nuevo a la mirilla y vi a Richi con la cara totalmente desencajada, quise creer que a causa del pánico. Sus greñas se adherían a su perfecto rostro sudoroso; llevaba una camiseta rota cubierta de sangre y arrastraba la correa de su perro, pero sin perro.
- Los súcubos deben haber devorado a su perro, de ahí la sangre – me dije a mi misma sin convencerme del todo.
   Me arreglé un poco los pelos, me froté el dedo índice por la dentadura y comprobé el estado de mi aliento mañanero, mientras mi corazón latía desbocado bajo mi pecho. En los dos años que llevaba malviviendo en aquel cuchitril de cuarenta metros cuadrados, el pseudo-hippie más atractivo del barrio de Lavapiés no había hecho otra cosa que ignorarme en el descansillo, en la plaza o en cualquier lugar donde me lo cruzara. De haber tenido algo de dignidad o cerebro, hubiera echado el triple pestillo, pero mi escasa vida sexual y sus desarmantes ojos verdes consiguieron el efecto contrario: abrí la puerta de par en par y se abalanzó sobre mí.

   Y como dijo alguien cuyo nombre lo logro recordar, cabe decir que me ocurre muy a menudo desde aquel amanecer, “todo tiene un principio y un final”. 
   Aquella mañana Richi me devoró, en sentido literal. Entre sangre, vísceras palpitantes y sudor nos robamos el corazón mutuamente… y nos lo comimos. Salimos a tomar algo por la ciudad y él me guió hasta un hospital cercano; compartimos un bebé y succionamos su pequeño intestino al más puro estilo Disney; me presentó a sus amigos y sembramos el pánico por los barrios más pudientes de Madrid. Todo era un coctel molotov de emoción, risas, sangre y alaridos, la noche era joven y no teníamos intención de parar.



   Y como dijo alguien cuyo nombre lo logro recordar, cabe decir que me ocurre muy a menudo desde aquel amanecer, “todo tiene un principio y un final”.
   El final de la humanidad coincidió con el principio de la libertad, del instinto animal, de la memoria genética de depredador. Nos comimos unos a otros, nos expresamos nuestra hambre más primigenia, nuestro amor más incondicional, nuestro deseo… en aquella vorágine de miembros amputados, carne, hueso, placer y dolor.

Porque no te encontré en la vida,
te buscaré en la muerte 
con la mirada perdida entre restos de difuntos.




Ilustración de The Walking Dead


Prólogo: Sangre y oro

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  El sol se cernió sobre el mercado úmbreo como un ave de presa ígnea, pillándome casi por sorpresa con su molesto resplandor. Entrecerré los ojos, ceñí aún más la amplia capucha de mi raída capa y agaché la cabeza. A los nuestros no nos cautivaba especialmente la luz y el calor del astro rey; sin duda, preferíamos el amparo de la oscuridad y el frescor nocturno. 
    Aquella plaza comenzó a llenarse por los mercaderes más madrugadores de la ciudad, como el despertar de un gran hormiguero. Iban y venían cabizbajos con mercancías de diversos orígenes con el fin de ganarse el pan de un nuevo día. 
    De pronto, una salvaje nostalgia acometió en mi pecho como un alud y no tenía intención de irse. ¿Cómo algo tan rutinario e insulso puede seguir resultándome tan melancólico?- pensé. Quizá el aroma a canela de los puestos me trajera lejanos recuerdos, o simplemente la caricia del viento arenoso en mi cara… 
    Me era imposible evitar recordar: 

   ¿Cuántas veces habría recorrido aquellas estrechas callejuelas? ¿A cuántos tipos habría saqueado? ¿Cuántas vidas habría arrebatado sin conocer la compasión? 

    Nací hace veinte otoños en el condado de Thodan, en el reino D´Amurah; Región de los Reinos. 
    Mis progenitores eran úmbreos humildes y honrados; cómo se avergonzarían de mí. Aún recuerdo con frecuencia su pequeño puesto en el mercado. Comerciaban su pastel de frutos silvestres: receta secreta que contaba con gran éxito entre los más golosos de las aldeas vecinas. Si supieran que solo los sazonábamos con canela, miel y una hierba aromática que crecía en la rivera del río Murah… 
    Mi infancia transcurrió deprisa; demasiado quizá. Siendo hijo único, pronto empecé a ayudar a mis padres. ¿Qué otro futuro le esperaba al hijo de un tendero que no fuera continuar con el noble oficio de su padre? 
    Antes de que el sol diera señales de vida, ya habíamos preparado nuestro puesto. Tres sábanas viejas y cuatro tablas de madera repletas de carcoma bastaban. Todas las mañanas, durante más de una década, se repetía el mismo ritual. Las tardes eran algo más arduas. Nos adentrábamos en el bosque de la rivera del Murah en busca de moras y otras bayas. Madre, la mejor recolectora de nuestro reducido grupo, siempre echaba algunas en mi cesta con la intención de hacerme creer que era el que más recogía, pero para entonces, había otras hierbas que llamaban más mi atención que aquellas dulzonas bayas. 
    Las estaciones pasaban rápidas, el oro escaseaba en casa, los encontronazos con Padre cada vez eran más frecuentes y la hierba de aquel viejo bosque me aportaba algo más que momentos sosegados junto al río. Su dulce sopor conseguía evadirme de la monótona rutina y trazaba borrosas imágenes en mi mente del tipo que quería llegar a ser algún día. Quizá el ansia de escapar de aquella insignificante vida fue lo que me hizo abandonar mi hogar. 
    Una tarde otoñal, después de desmontar el puesto, regresé a casa sin entretenerme: la decisión ya estaba tomada. Recogí mis patéticas pertenencias, me despedí de mis padres haciendo caso omiso a sus consejos y partí. No había dado más de cinco pasos cuando Madre corrió tras de mí, mientras Padre me observaba desde el quicio de la puerta, molesto. Me agarró de los hombros obligándome a unir mi frente a la suya y acarició con sus orejas las mías. Era una carantoña que toda madre úmbrea les regala a sus retoños, fortaleciendo el vínculo entre ellos. Mis poco erguidas orejas delataban un claro abuso de aquella costumbre y yo se lo recriminaba con frecuencia. Con el paso de los años, cuando ya nadie rozara sus orejas con las mías, aprendería a echarlo de menos. 
   Así que aquella fría tarde, harto de Thodan; de sus campos, de sus gentes, de sus tascas… decidí ir a buscar mejor fortuna a Murah: ciudad de sicarios, mercenarios, bellas mujeres y hombres poderosos. 
   Poco a poco me fui abriendo hueco en los bajos fondos de la ciudad. Haciendo uso de mis artimañas y mi ingenio, empecé a lucrarme a costa de los demás sin dificultad. 
   Robé. Pinté. Chantajeé. Escribí. Amenacé. Extorsioné. Asesiné. Me convertí en todo un paria social sin escrúpulos. La espiral de la oferta y demanda en la que había caído no me permitía salir de ella, aunque a decir verdad, tampoco intentaba escapar de ella. 
   Cuando mi conciencia me jugaba malas pasadas, lanzándome a la vigilia coreada por enjambres de grillos; visitaba a Madre mientras Padre cumplía con su dura jornada de trabajo. Comía un pedazo de pastel mientras ella trataba de convencerme de que regresara, le entregaba un par de pesadas bolsitas de cuero y regresaba a Murah sin demorarme demasiado. Ahora era yo el que le dejaba a Madre frutos en su cesta; ella jamás preguntaba. 
   Los días transcurrieron rápidos sobre el lecho. Las noches, peligrosas y prosperas por las calles y tascas de la ciudad. Comencé a codearme con personajes poderosos y distinguidos; digamos que siempre tenían encargos que ofrecerme. Y así me convertí en el sicario más discreto, eficaz y cotizado de la ciudad de Murah. 


   Un cumplido algo lascivo y una brusca carcajada me devolvieron al presente. El mercado comenzaba a atestarse de vida. El bullicio de los intercambios mercantiles a mi alrededor se hacía casi insoportable, además ya era tarde y tenía asuntos que atender. Reajusté mi oscura capa sobre los hombros y desaparecí entre la muchedumbre como una sombra.


Recuerdos: 1995

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   Y puestos a recordar, reajusto los parámetros de mi delorean, compruebo el condensador de fluzo, arranco y al alcanzar la velocidad de 140 km/h aparezco en el año 1995.

   Es una tarde soleada de finales de julio. Todo está muy diferente a la actualidad pero exactamente igual que las imágenes que guardaba en el recuerdo. Me encuentro en un rinconcito de Toledo, en una de las parcelas de una urbanización apartada de los núcleos urbanos. Las chicharras rompen el silencio con obstinación; los rayos del sol calientan la superficie del agua de la piscina; oigo uno de los temas de Duncan Dhu, supongo que será mi prima. De haber ajustado los parámetros para viajar al año 1990 quizá hubiera escuchado la canción de “Chiquilla” de Seguridad Social, coreada por tres voces. Me abría asomado a la casa de abajo y hubiera visto a mi primo, con tupé, cantando a todo trapo, a mi prima, en plena edad del pavo, riendo y a mi misma de su mano, chillando “¡chiquilla!” en cada estribillo. Hubiera visto a mi tío con sus pantalones cortos y sus J.Haiber, de acá para allá. Recuerdo que nunca paraba. Pero si he optado por el año 1995 debe ser por algo en concreto. Supongo que me empeño en cotejar mis recuerdos con aquella realidad lejana. Me muero por volver a verla.
   Como no podía ser de otro modo, dejo el delorean junto a la higuera, en el huerto. Nadie bajará allí a estas horas de la tarde. Contemplo las matas de fresas, los cerezos y los albaricoqueros. Grandes momentos he pasado pisando la mullida tierra del rincón más apartado de la casa. No me hubiera extrañado ver a la pequeña Tammy subida a la higuera con Alba, o buscando gatitos entre las arizónicas como un perro de rastreo. Pero no está, no estoy. Es la hora de la siesta.
   De pronto, un matiz en la enervante serenata de las chicharras me deja sin aliento. Como el contrapunto de la sinfonía del verano, una voz me llama. Una voz dulce y suave pero con energía. Una voz que transmite entusiasmo.
- ¡Tammy! ¿Nos bañamos?
    Me muero de ganas por responderla con un enorme SÍ, pero, ¿qué pensaría si viera a su sobrina con casi veinte años más? ¿Qué pasaría si la pequeña Tammy me viera? Tal vez prefiriera ahogarse en la piscina antes de verse en lo que me he convertido, en lo que se convertirá diecisiete años después.
   Opto por ocultarme y aguardar su llegada.
  Como una aparición maravillosa, la veo descender por la escalera del porche de atrás, casi rozando la majestuosidad. A cada peldaño que baja, chancléa con gracia. Lleva en su brazo derecho dos toallas; aún las recuerdo. En la otra una pequeña radio: escucha Onda Cero, “La radio de Julia”. Es una reseña de su herencia Lucas-Torres, siempre con el “arradiete” a cuestas. El bañador oscuro se adapta a sus formas; su cabello, corto y ondulado; su sonrisa, amplía y serena.
- ¡Tammy, ya he cogido yo las toallas! – dice con su voz cantarina.
   Todo el que ha vivido La Parcela, debe saber que la manera más eficaz de comunicarnos es a voces. No me hubiera extrañado escuchar a Trini, la vecina de al lado:
- ¡Mari! Esta noche me pagáis el pan de mañana con la partida de chinchón.
- ¡Que te lo crees tú! – habría respondido mi tía entre risas.
   De repente la delgaducha niña de los Adams baja como un rayo las escaleras, con una sonrisa de oreja a oreja. Ya lleva puesta su burbuja. De un rojo desteñido, aquella bola de corcho de adhiere a su espalda como un apéndice más haciéndola parecer un coleóptero gigante.
   Mi tía se mete en la piscina con cuidado de no mojarse el pelo; lleva sus gafas puestas. Siempre me han hecho gracia esas gafas: eran enormes. Nada despacio, con brazadas largas y marcadas. Se sujeta en el bordillo y espera a la niña que nada como un perrito hacia ella.
- ¡Tía! – dice temerosa de tragar agua-. ¿Jugamos al trasatlántico?
   Y allí las contemplo: nadando hacia atrás impulsadas por los pies, jugando a ver quien llega más lejos. Ahora comprendo que ella me dejaba ganar.
   Tras un buen rato nadando, salen y mi tía arropa a la niña con la toalla. Y le acerca las chanclas para que no se pinche. Aquellos pequeños gestos en los que tal vez en su día no reparaba, ahora me parecen entrañables. Daría lo que fuera para que mi delorean reventara en este mismo instante obligándome a pasar el resto de mi vida allí, disfrutando de su tiempo, de ella, pero mi futuro me espera y no hay nada peor que hacerle esperar.
   Antes de girarme para volver al huerto, las veo comiendo albaricoques tranquilas e inevitablemente envidio a aquella niña que fui y la odio por no haber sido capaz de haber absorbido cada momento con mi tía, por haber perdido tanto el tiempo con historias absurdas de la adolescencia y otros demonios.
   En aquella última imagen, veo a aquella gran mujer girar la cabeza hacia a mí. Parece verme, me sonríe y se vuelve hacia su pequeña niña-burbuja. Yo vuelvo sobre mis pasos con un nudo en el estómago, reajusto los parámetros del delorean y regreso a junio del 2012.


   Y aquí estoy, escribiendo como cualquier otro día. Sentada frente al ordenador, inventando historias y evocando recuerdos que me impulsan a seguir adelante.
    Mi tía, María Antonia Lucas-Torres Losa, siempre me dijo que debía estudiar bellas artes o periodismo. Parecía ver en mí, algo que muy pocos o casi nadie pudo ver a tan corta edad. Era una mujer enorme, una mujer luchadora, una madre, una hermana, una tía, una hija, una amiga de la que todo el mundo estaría y está orgulloso/a. Una guerrera que afrontó una realidad devastadora con una entereza y vitalidad de la que muchos deberíamos aprender, en vez de quejarnos por lo mal que nos van las cosas.
  
    Te echo de menos, tía.

   A todas las mujeres y hombres Losa.

Recuerdos: 2009/2010

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   Aquellos días de atascos por las arterias que dan vida y muerte a la metrópoli. Aquellos días camuflada entre las demás reses del gran rebaño, buscando el trayecto más corto por los subsuelos de Madrid. Aquellos días a contrarreloj, aquellos minutos de más o de menos que hacían germinar el odio y el rechazo en los peces gordos del todopoderoso vivero, aquellas cínicas cartas destinadas a los más señores nuestros que osaban pasarse por el forro las normas del campo de exterminio. 

   Tal vez por la inactividad, hoy me arrastro al pasado y me asomo a aquellos recuerdos esbozados con tinta indeleble en mi mente. Parece que oigo mi propia risa coreada por los gritos de los loros, por el susurro del agua de las baterías, por el canto de los grillos. 

   Aquellos soliloquios de la dama que inventó la tristeza y el descontento hacia el mundo, aquella que dio de mamar a su esbirro la leche de la amargura. El acecho de los monstruos con tres ojos. El rececho, el saludo, el sigilo, la sonrisa, la puñalada. Caracol, caracol, cuchillo. 
   Tabaco, bonsáis, risas; el ronquido del motor de una moto, interpretación, disimulo, más risas. Una boina, un casco rallado, un teléfono sonando inquisidor, una retahíla de disculpas y una reprimenda hueca e irrisoria. La promesa de una barbacoa, los veinte minutos: el descanso del guerrero. 

   Dos años atrás, la mente vuela y enciende mi mirada, ensancha mi sonrisa. Fueron tiempos difíciles, extraños, pero buenos, dignos de recordar. 

   El quejido voceado del poeta; cadáveres flotando, bayetas negras, depósitos vacíos. Zambullidas en el estanque, indignación, ropa húmeda y lágrimas de risa. Aloe Vera, sustos de muerte, quemaduras de agua hirviendo, bichos palos. Ombligos de algodón, pezones de orquídea, moscas cojoneras, más risas. Gran poeta observador de garzas, odas a una higuera, dolor por el desapego de un cuervo obsesionado con sus propios ojos. Te echo de menos. 
   Lobo con piel de cordero. Ojos verdes, mueca afable. Chiste fácil, comentario soez. ¿Maldad? ¿Quién soy yo para juzgar? Inteligente, astuto como la zorra que intentó comerse las uvas, uvas pasas hoy, con plumas negras y graznido metálico. Aullido vano, oídos sordos. 

   Dos años atrás. Tan distinta y tan parecida. Tan inestable y tan cuerda. Relocos y recuerdos. 

   Música por las mañanas. Como un burro amarrado a la puerta del baile. Paréntesis de humo en la trastienda. Huidas de iguanas, capturas imposibles de olvidar. Mentor de sabiduría eterna y sonrisa resplandeciente. Artista encarcelado de alma libre. Conversaciones telefónicas, reptiles y seda. Bromas pesadas, sonrisas y lágrimas. Mi secuaz, mi amigo, mi incondicional condicionado. 
   El Gran Santiago que no encuentra su Camino. Risas, confesiones, buenos momentos. Sensibilidad y buen humor. La implacable Carmen, Josefina y el Imbécil. Aquel verano: la fugaz Pepa. Alberto. Juan. Los archienemigos: la Zorra y sus adeptos; la de las bragas de diseño; el mamarracho que aullaba “Roxanne” en la intimidad y jugaba a ser un semidiós; el decrépito que rugía “¡Nos desvalijan!”… 

   Gracias a todos por tan buenos momentos. A todos.

Recuerdos: El germen de mi locura

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   Ya puestos a narrar cuentos y demás milongas existencialistas de mayor o menor sentido, me gustaría compartir con vosotros, cómo y de qué manera, nació en mí la necesidad de contar historias: 

   Desde mi más pava edad ya disfrutaba escribiendo cursis historias románticas protagonizadas por vampiros pusilánimes, mucho antes del azote de Crepúsculo, pero aquellos relatos nunca superaban mis expectativas o simplemente se quedaban a medio hacer, acumulando polvo en una carpeta preadolescente y dosis brutales de vergüenza ajena-propia, como el vino peleón que trata envejecer en barrica. Recuerdo uno llamado Cautivos de la noche… Cabe mencionar que aquella carpeta contó con la misma suerte que los libros de caballería de nuestro hidalgo castellano más famoso. 

   Siendo algo más mayor me decanté por actividades más propias de una cría que juega a las casitas con la soberbia del que se cree que lo sabe todo. Soñé con experimentar las emociones que describía en mis pueriles cuentecillos victorianos y me emparejé, creyendo que para la eternidad como mis putos vampiros, con un acémila que me arrastró a la más pura y básica simplicidad. Ignoré consejos que debía haber aceptado, desatendí a mis amigas de toda la vida, renuncié a una buena formación creyéndome más que nadie y me bebí la inspiración. Efectivamente estaba con un vampiro, un súcubo que se nutría con mi creatividad. Durante unos años no escribí ni soñé con hacerlo. 

   La cosa cambió cuando, azarosamente, hallé a mi igual, descubriendo en él una mente siamesa a la mía. Volví a dibujar, a soñar despierta y a esbozar nuevas historias que tampoco llegarían a nada. 

   Alguien que ya no está, pero al que siempre le estaré agradecida por su inyección de inspiración extra llena de poesía, me devolvió las ganas de emborronar cuartillas con mis inquietudes. Compartí con él algunos poemas y él, consiguió hacerme llorar en el patio de su casa, con la belleza de su verso libre sobre la higuera de Cuenca, el puerto de Sant Feliu de Guixols y el vencimiento del sueño de su compañera, una gran mujer a la que también quiero mucho. 

   Entre versos fallidos e ilustraciones vacías, pasó el tiempo y, como una nube negra que se cierne sobre ti, la Duda se aferró a mi existencia. Dudé de mi pasado, de mi presente y de mi futuro; de mí y de todo el que me rodeaba. Aquella oscuridad se reflejó en mis creaciones, dando origen al relato La bestia durmiente, y se instalaría en mí dando cobijo a mis musas, en ocasiones vagas y decadentes, en otras, fecundas y maravillosas. 

   Me moría por hacer algo más grande, algo que supusiera para mí un reto difícil de alcanzar, pero nada me animaba a hacerlo. Esa chispa que origina el incendio no aparecía y yo me mantenía a la espera inconscientemente a que ocurriera. Pero un buen día ocurrió. Metí las narices en un juego online multijugador y me topé con gente fantástica que rezumaba buen humor y creatividad. En aquel juego cada uno daba forma a su personaje, en ocasiones hasta cuatro. Hombres, elfos, gnomos, orcos, etc. 

   Sí, podéis llamarme friki, lo soy, aunque yo me denominaría elfa oscura de nivel 27. 

   Cada uno puso su granito de arena regalándome la historia de su personaje y las enlacé en la mía propia, siendo este el germen del proyecto en el que trabajo ahora. Nació el inquietante Zarkêo, la indómita Ellphiër, el lenguaraz Giödex y con estos otros muchos bichos raros inspirados en mayor o en menor medida en los personajes de aquel juego. Nació la Región de los Reinos, la Región Silvana, la del Averno… Brotaron en el mapa ciudades como Murah, ciudadelas como Bathian y aldeas como Thodan; océanos como el Silryo, bosques como Suspiriux o Sathras y cordilleras como las Quebrantahuesos. 

   Acabé el manuscrito que narraba su épica historia y conté con gente maravillosa a mi lado que no dudó en leerlo y mostrarme su apoyo y sus magnificas ideas. Ahora lo estoy desarrollando con la intención de que algún día vea la luz y el que lo lea pueda disfrutar tanto como yo al escribirlo o criticarlo hasta la saciedad. Para gustos, colores. 

   Y de esta manera tan absurda como bonita soñé en escribir para mí, principalmente y para todo aquel que quiera leerlo.

Paranoias: La línea

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  Suave, liviana, desganada se proyecta la luz sobre la cortina. Como si quisiera escapar por la ventana y ella la retuviera en casa, contra su propia voluntad.

  La observo. Se adhiere a la pared, mustia. Parece suplicarle a la regia cortina que la deje pasar, que la libere para poder conseguir al fin fundirse con la luz de la farola; potente y encandiladora, vista desde la perspectiva de la luz de una triste bombilla cubierta de polvo.

  Me enciendo un cigarro, mientras reparo en la línea.

  La vida está repleta de tenues líneas fronterizas que separan, que delimitan. El bien del mal. El sueño de la vigilia. El sentimiento del pensamiento. El pensamiento de la acción.... Y así innumerables líneas trazadas por la pluma de tinta indeleble e invisible de nuestra mente.

  Parece que nos empeñemos en separarlo todo. En analizarlo, catalogarlo y subdividirlo en partes, para poder comprender.

  Exhalo el humo. También lo observo. Él no marca fronteras, solo se contonea sinuoso, hasta que desaparece en el aire. Lo contrario de la línea que atrae mi atención, en esta triste habitación. La línea que separa la luz de la oscuridad, de la sombra.

  La oscuridad acecha bajo la cortina. Inmóvil. Persistente. La claridad se mantiene a su lado, serena. Parecen rozarse. Parecen atraerse sin llegar a fundirse. Irremediablemente trazo una de estas líneas. Involuntariamente las separo. Creo un muro invisible que las contiene.

  El cigarro en mis labios, se consume como el tiempo. Las cenizas del pasado caen en el suelo. Cierro los ojos y desmorono las fronteras. Me niego a separarlas.

  El bien y el mal se cohesionan, porque se ansían. El sueño y la vigilia galopan juntos. No distingo si vivo o sueño. El espeso humo se agolpa en el pensamiento y lo ensambla al sentimiento y a la acción. No existen normas. La magia, sí. Pasan los molinos a ser gigantes. Los imposibles mutan en realidad. La sombra y la luz se funden en una bella penumbra. Honda y hechizante. La imaginación supera a los conocimientos.

  Abro los ojos. La línea continúa allí. Suspiro y apago la luz. Ya no hay sombra. No hay fronteras.

  Sin luz no habrá jamás sombras. Sin el mal no existe el bien. Sin sueños no se puede hallar la realidad. Sin el pensamiento no estarían el sentimiento ni la acción, ya que no repararíamos en ello.



  No hay moraleja. No te empeñes en buscarla, ni en intentar sacar una enseñanza de todo esto.

  Tampoco en delimitar lo que te rodea con estas malditas líneas.

  Deja fluir la imaginación.

  Que se yergan los gigantes por los campos de Castilla.

  Que sea tu propia luz la que disipe la oscuridad de la vida. La luz y el calor del suspiro de un dragón que incendia los muros preestablecidos de todas las cosas.


  Abrete paso por el camino de los sueños.

Micro relato: Pacto entre guerreros

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    Y regresó el Koi a las aguas turbulentas del Huang Ho, pero lejos de continuar su largo viaje contra la corriente para alcanzar la Puerta del Dragón, se quedó inmóvil bajo la sombra del guerrero samurai. Sus vivos colores se tornaron al gris más austero y triste, ya no era más que una carpa vulgar con retazos de recuerdos de un pasado mejor.
   Probablemente fuera el único koi de aquel curso del río, de ahí, la persistencia de aquel que le contemplaba sentado en la orilla. Para un observador poco entrenado, solo parecía un vagabundo ataviado con harapos que discurría el modo de hacerse con aquella carpa para aplacar su hambre, pero la realidad no siempre es aquello que se muestra ante nuestros ojos: aquel hombre era el más letal de toda China y todo sabio le admiraba y temía a partes iguales. Su única compañera de viaje era la soledad, nadie conocía el sonido de su voz, pero todos distinguían el fuego del guerrero en su mirada. Un enorme kasa tejido con bambú ocultaba dos tercios de su alargado rostro y le protegía del sol y de las miradas indiscretas de los demás pescadores. Su katana envainada descansaba sobre la hierba mientras dos mariposas revoloteaban a su alrededor, atraídas por su oscura magia.
   El Samurai había osado tratar a una noble koi como una carpa común, lanzándole un cebo y arrastrando su cuerpo hasta la orilla con el sedal. Siendo consciente de su error, la devolvió al río y suplicaba su perdón en silencio, bajo el sol abrasador. Los demás pececillos le observaban desde el fondo, desconfiados; pero la gran carpa emergió hasta la superficie.
- Disculpadme Koi, por osar confudiros con una vulgar carpa - Se disculpó el Samurai-. Cuando el sol iluminó vuestras escamas, contemplé la belleza del arcoiris en mis manos. Justo en ese momento fui consciente de vuestro destino.
   La Koi le contemplaba en silencio.
- Ahora vuestro deber es remontar el Huang Ho y atravesar La Puerta del Dragón - dijo entristecido-. Admiro vuestra perseverancia.Todos los samurais de periodo Muromachi deseaban vuestra valentía. Yo no soy menos - hizo una pausa-. Proseguid vuestro duro viaje.
   El Samurai alargó una mano, posandola sobre la superficie. La koi se acercó a ella, rozandola levemente con sus largos bigotes.
- Yo os envidio a vos, por ser capaz de respirar sin necesidad de estar en el agua - confesó la carpa-. Os envidio por ser capaz de sostener una katana y blandirla contra el mal bajo la luz del sol. Ambos somos guerreros, solo que de mundos diferentes.
   La Koi se separó de él y se encaró hacia la cascada.
- Acompañadme hasta La Puerta del Dragón, haced gala de la valentía de un samurai y continuad a mi lado. El destino nos recompensará a ambos.
   El Samurai meditó sus palabras. Sabía que en aquellas tierras abundaba el peligro tras cada roca, tras cada árbol. Tal vez las palabras de aquel ser no eran más que un engaño de la sagaz muerte. Aun así, se levantó y recogió su katana con la intención de acompañar a la koi en su viaje sin apartarse jamás de la orilla.
   La Koi se dejó llevar por la fuerza de la corriente, se detuvo y nadó con fuerza hacia la casacada. Sus colores volvieron a ella cuando al saltar, el sol acarició sus húmedas escamas. Consiguió llegar a lo alto del salto de agua, exhausta. El samurai, recorría la misma distancia corriendo por la linde del Huang Ho, incansable.

   Y así pasaron los largos días, con sus soles y sus lunas. Con la agresividad del agua en contra de la guerrera Koi y las adversidades y sanguinarios asesinos, en contra del guerrero Samurai.
   Cuando todo parecía perdido, las fuerzas flaqueaban y las mortales heridas del Samurai casi le impedían seguir avanzando, apareció frente a la Koi la gran cascada final: La Puerta del Dragón. Justo en el mismo momento que el pez saltaba para salvar la cascada, el samurai se lanzaba al agua para acabar su vida junto a ella, pues sabía que aquel era el fin destinado para él. Ambos se rozaron en la base de la cascada y atravesaron a un tiempo La Puerta. Sus esencias se fundieron en uno solo: Un solo pensamiento; un solo corazón.
   De pronto la calma.
   Y fue en aquel preciso instante, cuando un enorme dragón dorado surgió de las aguas, aleteó con fuerza hasta abandonar el Hoang Ho y surcó los cielos, triunfal.
   El destino había rencompensado a ambos guerreros con la gloria. Ambos respiraban el aire fragante de la flor del cerezo, convertidos en la criatura dotada con la más suma valentía y coraje de toda China.
    Rugió con ímpetu y desapareció entre las nubes.



    Cuenta una leyenda ancestral china que, una carpa que vio la cima de una montaña, decidió alcanzarla. Nadó río arriba, escalando rápidos y cascadas sin dejar que nada le apartase de su camino. Cuando alcanzó la cima allí estaba la mítica «Puerta del Dragón». Tras cruzarla, mutó en un imponente dragón.
    Esta leyenda es una alegoría del empuje y esfuerzo necesarios para superar los obstáculos y lograr el éxito humano en la vida. Yo le añado la figura del guerrero samurai, pues, siempre es más fácil y grato sentirse acompañado en el viaje y no hay nada más bello que conseguir un sueño que haya sido soñado por y para dos.

Bienvenidos y gracias por echar un vistazo

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Mis más sinceros saludos a todos aquellos que le dan otra vuelta de tuerca al síndrome de la edad de oro, a todos aquellos que, no solo descontentos con la época que les ha tocado vivir, idealizando tiempos pasados como el que mantiene la belleza de un recuerdo conservado en un frasco de formol, trazan en su mente retazos de oníricos mundos nuevos repletos de aventuras, dando un segundo plano a la humanidad, al progreso y a esa torpe racionalidad con la que algunos se empeñan en percibir lo que les rodea, a través de su absurda y aburrida lente.

A todos aquellos que, un buen día, o malo, según se mire, tienen un sueño y sienten la necesidad de llevarlo a cabo pese a todos los obstáculos que van apareciendo en el camino. A los que luchan por conseguir que su voz atraviese fronteras e irrumpa en las mentes de piedra con la impetuosidad con la que una ola rompe contra un acantilado. A todos los renegados por las editoriales que sueñan por compartir ese mundo que han creado, con entusiasmo y esfuerzo, con totales desconocidos.

A todos los que disfrutan con la increíble Tierra Media del gran Tolkien; con los inhóspitos Siete Reinos y el cruento peso del poder; con la tierna Narnia y sus animales parlantes; con Howards, sus magos y brujas; con el genial e hilarante Mundo Disco y otros muchos mundos fantásticos más que nos han regalado sus creadores. Con carismáticos héroes recién nacidos como el asesino de reyes de Rothfuss, con los héroes antiguos que nos regaló Dumas o con los más castizos de Perez- Reverte.

Mis más sinceros saludos a todos los que el azar les lleve hasta este puerto.

A todos los que se den un garbeo por la buhardilla de Murah.