El Ermitaño

2 comments
    Hay quien alardea de haber disfrutado de su compañía durante una luna entera, hay otros que aseguran haber compartido una fugaz eternidad a su lado sin haberle conocido en absoluto. En esta ocasión dejo por escrito algo que deambula en las Dependencias del Olvido: el breve encuentro accidental con El Ermitaño.



    Caminaba con la mirada ensamblada en la Luna Menor, traicionera compañera de viaje, mientras hacía sus cuentas de cabeza: una docena de estrellas huyeron del firmamento de seda aquella noche, hasta desaparecer del mundo. Quizá era lo que embotara su mente en aquel momento: una huida de sí mismo, en sí mismo.

   La luz nacarina de la Luna Mayor rozaba su rostro trigueño, su largas greñas azabaches. En un instante eterno cruzamos nuestras miradas en aquel laberinto pedregoso; mordió varios pelos de un bigote insolente, con aire pensativo y detuvo su pasos.

    -     ¿Hacia dónde te lleva la luna? - preguntó sonriendo.
    -     Aún no lo sé-. Respondí encogiéndome de hombros.

    ¿Qué diablos escondía esa sonrisa? Era capaz de iluminar unos ojos tan oscuros como el más peligroso de los abismos. Lo hacía a menudo, aquello de sonreír de aquella manera, mientras parloteaba sobre las cosechas, sobre lugares lejanos de tierra cobriza y mantos esmeralda y sobre la importancia de aquello que otros seres no valoran. Brotaban de sus labios ennegrecidos alguna que otra palabra en una lengua extraña y arcaica. Él no dejaba de observarme de soslayo. Parece estudiarme, quise creer. Esos ojos oscuros se empeñaban en sondear mis entrañas, otorgándome breves treguas en cada parpadeo.

   Las horas fueron pasando, la noche cada vez se hacía más densa, más opaca. Ni siquiera nos cubría un cielo engalanado con mil astros lejanos: las lunas se apagaron, las estrellas se fugaron. Sin darme apenas cuenta me aventuré en un viaje oscuro como ala de cuervo. Durante una noche interminable y plomiza, capté matices jamás antes percibidos en aquel ser cambiante y extraño. Descubrí el amargo pasado que le perseguía cada noche, el presente que se enredaba entre sus pies y amenazaba con hacerle tropezar y el futuro que tanto le angustiaba. Aquel tipo, que había decidido realizar su camino sin más compañía que la de su sombra, no era un ermitaño cualquiera; era El Ermitaño.

    Con las primeras insinuaciones del alba pude verle con claridad. No era más que un niño flaco soñando con ser mayor, un cadáver con cicatrices supurantes de odio y amor, una víctima de una vida difícil, un alma minúscula y esquiva a la deriva, un prófugo de sí mismo.

   -   Nuestros caminos se separan aquí-. Dije sin decir.

   Se ancló en la tierra y me miró con gesto de sorpresa. Le contemplé una última vez, con tal de recordar la noche más larga y bella y suspiré mientras los pies me conducían por otros senderos desconocidos.

   -    Deseo llegar a mi hogar -. Pensé mientras me compadecía de aquella criatura atormentada-. Ojalá halles la mejor de las suertes, la necesitarás.

2 comments

Anónimo 7 de septiembre de 2014 a las 16:10

Sin palabras!! Supongo que todos llevamos un ermitaño dentro!!

Unknown 7 de septiembre de 2014 a las 16:40

Supongo, pero la diferencia radica en los que presumen de serlo.
No hay maldad en su transfondo, quiero pensar, sólo inseguridades que los dominan y aislan en percepciones irreales. Además son conocidos por dar grandes lecciones, y no por su sabiduría precisamente.

Gracias por comentar, Pep.

Publicar un comentario