Aros de fuego

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Suspiró profundamente y recogió sus dos cubiertos. Ni siquiera tuvo opción de degustar la tarta de queso: la tigresa se las había ingeniado para burlar los siete cerrojos de su estrecha cárcel móvil y en esos momentos sembraba el pánico en la gran carpa. Dejó el látigo sobre la mesa, no era su intención domesticarla. Se abrió camino entre aquel collage colorista de gritos y rugidos y se detuvo frente a ella. Agitaba su cola, desafiante, no atravesaría más aros de fuego. Ambos lo sabían. Y así fue como el domador se despojó de sus ropas y entró en la jaula. Ella le siguió. Aquella noche durmieron juntos.

El tonto la polla

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   Freddy - Alfredo siempre le pareció demasiado vulgar, y odiaba la vulgaridad- llevaba poco tiempo sin cuerda alguna que ciñera su cuello. No era de esos chicos que guardan un mal concepto de sus relaciones pasadas ni mucho menos, pero agradecía el no tener que dar explicación alguna y más aún no tener que recibirlas.
Mantenía en sus manos la pequeña ventana al mundo exterior en la que se había convertido su celular; aquel aparatejo insignificante colmado de estímulos, no siempre estimulantes, para sorpresa de algunos.
- Sí, creo que lo borraré - se dijo a sí mismo sin sentir la necesidad recrearse.
Sin darse cuenta le echó el último vistazo antes de que aquella imagen desapareciera para siempre. Resopló exasperado y se rió a sus adentros:
- El tonto la polla... Nunca mejor dicho.
Apagó el celular y se tomó un batido de fresa asomado al balcón.

Jodidas bestias de circo

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    La mecedora marcaba un ritmo constante; el goteo del grifo óxidado le hacía de diapasón en la habitación contigua; la lluvia alcanzaba el cristal de la ventana como miles de semifusas enfurecidas; y como solista se lucía Maybe con un amplio repertorio de cacareos afónicos.

Antes de continuar, permitidme que me presente: soy Balloon, una vieja gloria circense que acabó en un cuchitril del centro, una gran estrella aclamado por todos que ya no osa asomar sus hocicos a la calle por miedo a la reacción de las masas. Ya no corren los mismos tiempos.

- ¡Diablos, Maybe, para con esa dichosa canción! - rugí enmudeciendo el acompañamiento que le ofrecían las bisagras de mi mecedora.
- QuiQuiQuizá si esa maldita bombilla no pasara encencida toda la santa noche...

Maybe - como podreis haber deducido- es mi compañero de piso y consigue abochornarme cada vez que me cruzo con el vecino de arriba: "¡Cárgatelo ya o me encargaré yo mismo en enseñarle a cantar a sus horas!" . Maybe regentaba lo que siempre he imaginado como un burdel a las afueras. Hablaba con frecuencia de sus chicas - sus castellanas, como él las llamaba- y bromeaba sobre su supuesta paternidad jamás reconocida: "No era yo el único gallo en ese corral de putas". Yo siempre he pensado que le faltaron huevos para afrontar su vida y terminó huyendo de ella, hasta acabar en este nido de ratas infecto.

- Maybe, ¿llaman a la puerta?
- Maybe.

Jamás me reveló su nombre, así que opté por llamarle como me salió a mí de las pelotas. Así fue como le apodé Maybe. Jamás se posicionaba en nada y aún menos con nadie. Toda pregunta era respondida del mismo modo: Maybe. Supongo que de ese modo evitaba pasar a la acción sin cerrarse ninguna puerta, se mantenía en un eterno letargo con la mirada perdida en un futuro más perdido aún.

- ¡Yo no sé ni para qué pregunto! - gruñí.
Desencajé mi enorme culo de la mecedora y abandoné el cuartito de estar, esforzándome por caminar con la columna lo más recta posible. Por mucho cuidado que ponía en cada paso, el viejo e indiscreto parquet del pasillo revelaba mi posición con respecto a la entrada.
- ¿Sí? - susurré con la oreja pegada a la puerta.
- Yo.
- ¡Joder, Bono! ¿Para qué cojones tienes pulgares oponibles? - dije abriendo la puerta como buenamente pude- ¡Usa las llaves!
Bono tiró un manojo del llaves a la mesa del pasillo de mala gana y avanzó a cuatro patas sin reparar en mi presencia. Supuse que iba tan colgado que ni siquiera había podido acertar con la llave en la cerradura.
- ¿Y tu hermana? - pregunté caminando tras él.
- ¿Mi hermana? - dijo girando la cabeza hacia mí mientras me mostraba una enorme colección de dientes perfectamente blancos.
- Perdona Boss, te había confundido con el borracho de tu hermano.

Boss - que era su nombre artístico- era una copia exacta de su hermano, Bono. Ojos redondos y pequeños, castaños. Pelo azabache, la misma costitución, el mismo rostro. Sólo se diferenciaban por una cosa, incluso la voz parecía la misma a pesar de no compartir el mismo sexo - las palabras compartir y sexo darían mucho de sí hablando de Bono y Boss, pero quizá sea demasiado escabroso como para narrarlo por aquí-; sólo la dentadura les hacía únicos al uno del otro.
Conocí a Bono y Boss en el último circo en el que trabajé. Para entonces eran dos jovenzuelos llamados Simón y Martina que se pasaban el día fumando y arrancando carcajadas a los más siesos, una monada de criaturitas, vamos.  Pasaron los años, el circo quebró y nos vimos de patitas en la calle. Gracias a un generoso vagabundo pudimos dar con estas cuatro paredes, aunque esa ya es otra historia.
Boss siempre quiso ser actriz, así que arrastró a su hermano al mundillo de artisteo. Para entonces actuaban con Paco - el vagabundo- en las calles. Con esas monedillas malviviamos todos. Cuando Paco nos dejó lo intentaron en varias ocasiones por si mismos pero siempre acababan corriendo calle arriba perseguidos por los pitufos. Paco sabía cómo llevarlos.

- ¿Has conseguido algo de comer?
- No - dijo ella mientras estiraba sus largos brazos hacia el techo-. Tal vez el borracho de mi hermano haya tenido más suerte.
- Quiquiquizá.
Boss se tiró en el viejo diván que rescataron hace relativamente poco de los contenedores. Bostezó mientras estiraba de manera casi imposible sus estremidades y adoptó una postura picasiana con el fin de comenzar con su pasatiempo preferido: morderse las uñas de los pies. Yo tomé asiento de nuevo en mi raída mecedora y Maybe saltó a la mesa sin emitir ruido alguno.

Pasadas las horas, cuando el día comenzaba a despuntar sobre los edificios de la ciudad, la puerta de la calle nos arrancó de nuestro habitual estado de duermevela. Bono caminó a trompicones por el pasillo hasta aparecer por la puerta del cuartito de estar.
- ¡Lo conseguí! - balbuceó borracho como una cuba-. Tengo la última pieza del rompecabezas. Ahora sólo queda armarlo y abrirnos camino a la gloria.
Enchufó el bajo - su nueva adquisición- a uno de los amplificadores y nos miró con cara de espectación.
- ¿A qué esperais? - gritó eufórico con un cigarrillo medio consumido entre sus labios.

Y así fue como me levanté de la mecedora y caminé perezoso hasta sentarme tras la batería, Boss agarró su eléctrica y se colocó delante de nosotros, y Maybe saltó al butacón que reinaba la estancia, frente al gran espejo, y se aclaró la voz.

- ¡Y uno! ¡Y uno, dos tres, cuatro...! - gritó Maybe.

Y aquel amanecer, en un cuchitril cualquiera del centro, con los estómagos vacíos pero pletóricos de alegría, un gran espejo reflejó por fin al oso, al gallo y los mellizos bonobos en una explosión de energía, bajo una deslucida bombilla como única espectadora.

- ¡Jodidas bestias de circo! - gritó el vecino aferrado a su taza de café.

Si ves a Rajoy salúdale de mi parte.

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   Aquel hombre tenía mil historias sobre sus lomos que nadie quería escuchar. Hablaba sobre la anatomía del tiempo de la gran ciudad mientras se aferraba a las manos del pintor casi por mera necesidad de ser percibido, pues, en el fragor de las calles y avenidas, no parecía existir para nadie.

   - ¿Habéis dormido o vais a dormir ahora? - balbuceaba su boca enmarcada por una espesa barba cana, algo sucia pero a la vez preciosa-. Yo llevo desde las cuatro despierto. La noche... me gusta. Ahora está todo... - no acabó la frase pero yo no tardé en hacerlo en mi fuero interno-: ... muerto.
   - Nos vamos.

   Quizá fuera cierto que nos quisiéramos marchar de aquel extraño acoso callejero, pero poco hacíamos por combatirlo.

   No tardé en captar en él un alma antigua encerrada en un cuerpo maltrecho por mil noches de vino barato y mil días entre cartones, monóxido de carbono y miradas indiscretas. Sus dos pequeños ojos eran azules, de mirada inteligente y magnética. "Sin duda un taumaturgo de asfalto"- pensé mientras le estrechaba la mano una vez más.

   - Durante el día no hay dinero - dijo con convencimiento-. Durante la noche lo hay; copas, dinero y vida. No existe la crisis.
   - Nos tenemos que ir.

   Pero algo tenía aquel tipo que me atrapaba y conseguía una sonrisa perpetua en mi rostro. Me declaro adicta a las buenas historias y él tenía tanto que contar que era casi imposible dejarle atrás con la palabra en la boca. Quizá sólo quisiera pasar unos minutos más empapándome de la esencia del pintor apresurado; de los madrugadores que se cruzaban taciturnos con trasnochadas de medias rotas y sonrisas forzadas, en la boca del metro; de ese momento que jamás volvería: el pintor que pactó con el Tiempo, el taumaturgo de asfalto y yo.

   - ¡Vamos! - me dijo él, tirando de mi mano hacia en interior del suburbano.
   - Si ves a Rajoy salúdale de mi parte - se despidió el taumaturgo aún con el calor breve y difuso del abrazo de una completa desconocida.

                          

   Momentos después cogí mi tren, y la vida continuó con un recuerdo subiendo unas escaleras mecánicas hacia el corazón adormilado de la ciudad.