Ayer, surcábamos sin prisas, una de las arterías de asfalto que atraviesan la piel de toro. Hacinados en mi coche, bestias y hombres, nos deleitábamos con las vistas que nos proporcionaban los sucios cristales de las ventanillas: inabarcables campos castellanos semejantes a un enorme tapiz parcheado, de tonos dorados y terrosos, reposado sobre leguas y leguas de suaves colinas y hondonadas.
- Me parece un paisaje desolador - comentó Kiddo sin estar demasiado seguro de entender la belleza que le rodeaba.
En defensa de su tierra, Vero argumentó que aunque ahora todo estaba yermo y seco, a la llegada de la primavera, el cromatismo de la paleta del pintor se tornaba verde para dotar de vida a los campos de cebada que se extendían más allá de donde nuestra vista lograba abarcar. Yo me limité a asentir con la cabeza, sin estar demasiado de acuerdo con su concepto de belleza, pensando que no existía mayor resplandor en los campos de Castilla, que cuando viste su manto dorado ribeteado con tierras en barbecho y adornado con broches de verdes viñedos.
- Yo creo que no podría resultar más bello que en verano - añadí a mis adentros.
Pasado un rato, y como una evocadora aparición, se mostró ante nosotros el estoico Castillo de la Vela, abriendo en el tejido de la realidad, una profunda brecha. Por un momento dejaron de existir las casas de Maqueda que brotaban como hongos bajo un enorme árbol, dejó de existir la carretera, el coche... Como habiendo cruzado una puerta a otro mundo, me encontraba en el Reino D´Amurah, frente a un titán de piedra que bien podría ser un reflejo - algo distorsionado - de la fortaleza que dio sede en antaño a La Orden. Incluso los campos dorados de cereal, los viñedos, Gredos a lo lejos, me transportaban a las tierras más fecundas de La Región de los Reinos.
Este majestuoso castillo se divisaba desde lejos, dando la bienvenida a Maqueda, -
Maqqeda, que significaba, ya en tiempos de conquista musulmana, "la firme"-.y fue en tiempos remotos, un puesto vigilante de los romanos. Hacia el año 981, el arquitecto Fathoben Ibrahim el Omeya, constructor de grandes mezquitas de Toledo, lo aumentó y perfeccionó. Pero la fortaleza avanzada que, durante el reinado de Enrique IV, vio a Dª Isabel la Católica entre sus muros de cal y canto y sillarejo en sus exteriores, hoy no era más que un cuartel de la Guardia Civil, hueco y no muy bien conservado.
- Es como El Perfugio ¿verdad? - dijo de pronto Kiddo, haciendo suyas mis palabras en su boca.
Asentí con la cabeza. Mantuve la mirada fija en las estribaciones de aquel gigante de piedra, con la esperanza de poder llegar a ver al carismático silvano a lomos de su pura sangre real, seguido del ejército de la ciudadela, mientras cientos de flechas tensadas en sus respectivos arcos, apuntaban a la masa de metal que avanzaba con decisión hacia ellos, desde el adarve de la fortaleza.
- Lo es - musité volviendo la vista al frente, al asfalto, a la realidad.